domingo, 25 de abril de 2010

Necesidad, deseo y esperanza: LAWRENCE DE ARABIA

Esta fue la secuencia que me despertó al mundo del cine. Recuerdo perfectamente mi asombro al comprobar que una película (incluso en una pantalla de tv) podía ser tan grandiosa.
Estoy tentado de recorrer aquí todos sus detalles minuciosamente; pero, al mismo tiempo no quisiera alargarme prolijamente con obviedades que pueden ir descubriendo cada uno. Buscaré un equilibrado término medio.

En esta secuencia merece la pena atender a tres aspectos:
  • La imagen: El montaje es impecable. El juego de las direcciones es magnífico. Obsérvese cómo al caminante casi se le mira desde todas las perspectivas posibles, empezando desde el suelo y acabando desde el sol. Simbólicamente es muy interesante: El deseo del individuo por escapar (ascender) y la imposibilidad y el fracaso por “el peso del sol” (recordemos el mito de Ícaro). También, es interesante el juego entre lo individual y lo social.
    La multitud es algo muy básico (casi animal, cuando vemos a los camellos bebiendo), pero se estructura, se jerarquiza en torno a valores individuales (los jeques, o el propio Lawrence).
    Pero lo mejor es el desierto. Esa imagen constante, de un azul y un blanco casi puros. Podrían ser perfectamente cuadros del arte abstracto del siglo XX. Una inmensidad en la que el hombre y su deseo son apenas un punto.
  • El sonido: Hasta el minuto 4, la música es en realidad un efecto sonoro, que consigue transmitir la angustia en los pasos y el corazón del caminante (percusión) y la fuerza del sol (el clúster orquestal). Entre los minutos 4 y 6 sí vemos el tema principal de la película creciendo como la esperanza del muchacho. Parece que es la música la que empuja al muchacho, y la que nos hace vislumbrar a Lawrence aparecer como un punto en el horizonte. Como si la realidad fuera más un producto de nuestra elaboración que de nuestros sentidos. Y es perfecta la forma en que el tema se desarrolla en el encuentro, sin duda, la imagen culminante de toda la secuencia: de una elegancia que roza lo sublime.
  • La palabra: No hay palabra. En toda la secuencia no hay palabras, sólo miradas. Las miradas de los personajes guían la mirada del espectador y el juego de plano-contraplano. Es un verdadero desierto sin lenguaje. De pronto, surgen los vocativos: los nombres. Durante un buen rato sólo se oyen nombres. Cada uno llama al otro y no hay más que ese reconocimiento: el reconocimiento del otro. Es en el enfrentamiento dialéctico entre Omar Sharif y Peter O’Tool cuando surge el emblema del personaje de Lawrence: “Nothing is written”. Justo después de esta secuencia viene la glosa de lo que ya ha sucedido: la transformación de “Lawrence” en “Al-Orens”.

Una vez más vemos el rescate del sujeto por un elemento salvador, como vimos en la escena de Blade Runner. Y una vez más observamos un rescate hacia la palabra. El individuo nace y vive arrastrando una carga biológica y cultural que lo oprime. Es magnífica esa imagen del caminante, que se va desprendiendo progresivamente de lastres, perdiendo defensas. Nos recuerda el peso del camino de Jorge Manrique (copla V). El propio esfuerzo por sobrevivir, tanto en lo biológico como en lo discursivo acaba por oprimirlo, pues realmente no hay nada: uno y otros son desiertos.
Y sin embargo, hay algo exterior que nos salva, nos saca del desierto y nos da un sentido (nos da un nombre) y da sentido al mundo (pone palabras). Pero, ¿esto qué quiere decir? Hemos de seguir desarrollando el mito de Ícaro. En la medida en la que el individuo está dentro del
discurso, esto es, los vaivenes de la necesidad, los impulsos, y las confusas intenciones de nuestro cuerpo y nuestra cultura, zarandeado por palabras que en realidad no entiende, realmente el individuo está perdido. Podría hacer cualquier cosa que haya aprendido y nada más. Un soldado de nuestra educación. ¿Y era realmente tan fundamental conquistar Áqaba?
Por tanto es imposible abandonar por uno mismo el laberinto que somos. En esa confusión el laberinto no nos deja ser libres, nos oprime: el sol (la verdad) es un laberinto que cercena nuestras alas. Sólo es posible aguardar la llegada del héroe: el Otro. Dédalo debería haber dotado a Ícaro de paciencia y esperanza, para confiar en la llegada de un Teseo o un Hércules (como sucedió con Prometeo o el propio Teseo).
Y tal vez todo esto sólo sean, ilusiones, fantasmas, espejismos. Es realmente conmovedor ese desvestirse: ir perdiendo las defensas y los símbolos de lo que hemos sido y creíamos conocer. Movidos por el deseo no queda sino perder, ir perdiendo muros del laberinto, hasta llegar a un momento donde no se puede decir otra cosa; el verdadero desierto, lo terriblemente esperanzador: “no hay nada escrito”.

domingo, 11 de abril de 2010

LOCUS AMOENUS: Garcilaso de la Vega

Corrientes aguas puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas,
verde prado de fresca sombra lleno,
aves que aquí sembráis vuestras querellas,
hiedra que por los árboles caminas,
torciendo el paso por su verde seno:
yo me vi tan ajeno
del grave mal que siento
que de puro contento
con vuestra soledad me recreaba,
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría.



No quisiera a nadie ahorrarle el trabajo que supone analizar esta obra maestra; pero no puedo dejar de apuntar ciertas claves. Esta estancia trata sobre el poder curativo de la belleza. Una idea muy en consonancia con el neoplatonismo de la lírica renacentista. Pero lo importante es que es un belleza basada en la transformación.
Los juegos de simetría que vemos en los seis primeros versos buscan otorgar dinamismo a algo en esencia estático: los árboles. No es inoportuno asociar los árboles con el sufrimiento de una estructura inmóvil. Precisamente, el mito de
Apolo y Dafne viene a llamarnos la atención sobre esto. Las paradojas del orgullo y la gloria nos vuelven rudos y estáticos como a un árbol. No es casual que Dafne sea un elemento tan recurrente en poesía.
En este poema, el alivio del “grave mal” se debe al “discurrir” del pensamiento. Los árboles estáticos se miran en las corrientes aguas. La imagen devuelta es una hiedra que camina, como un nuevo río sobre la inmovilidad de los árboles. Entre ambas imágenes: la “fresca sombra” me recuerda a la “
noche dichosa” de San Juan de la Cruz, y las querellas de los pájaros nos llevan precisamente a la pasión amorosa. ¿La paronomasia “sombra - sembráis” guarda algún otro juego?
Atiéndase a que el “grave mal” es el mal de la pérdida. Hay también una contraposición entre el “yo me vi tan ajeno”, y el sentimiento de completud: “lleno de fresca sombra” y “llenas de alegría”. Según interpretemos el valor de la sombra, así tendremos una lectura u otra. En cualquier caso, alegría y frescor supone la “leve bondad” anhelada, y que podemos relacionar con un pensamiento que discurre como el agua limpia.
En definitiva, la belleza de este poema no consiste simplemente en crear un
paisaje perfecto y completo. Es un paisaje curativo porque el dolor y la alegría se tensionan en una dinámica de transformaciones. Donde hay deseo, hay dolor. Donde hay alegría, ¿hay deseo o es allí donde el deseo quiere movernos?

domingo, 4 de abril de 2010

La Madre de todas las Calamidades: LA FEALDAD y EL PLACER

Y la Madre de todas las Calamidades, causa real de todas estas desdichas, era una vieja horrorosa, astuta, hecha de maldiciones; su boca era un basurero; sus ojos legañosos; su cara negra como la noche; sarnoso su cuerpo, su cabellera una suciedad; su espalda encorvada y su piel todo arrugas. Una plaga entre las peores plagas, y una víbora entre las víboras más venenosas. Y esta vieja horrible pasaba la mayor parte del tiempo en el palacio del rey Hardobios, a causa del gran número de esclavos jóvenes que allí había, tanto varones como hembras. Obligaba a los esclavos a cabalgarla; y le gustaba también cabalgar a las esclavas; pues prefería a todo lo del mundo el cosquilleo de aquellas vírgenes y el roce de su cuerpo juvenil con el suyo. Era extraordinariamente experta en este arte del cosquilleo. Sabía chuparles como un vampiro las partes delicadas, y titilarles agradablemente los pezones. Y para hacerlas llegar al último espasmo, les estrujaba la vulva con azafrán preparado, lo cual las arrojaba en sus brazos muertas de voluptuosidad. Así es que había enseñado su arte a todas las esclavas del palacio, y en otros tiempos a las doncellas de Abriza, pero no había logrado conquistar a la esbelta Grano de Coral, y también habían fracasado todos sus artificios con la arrogante Abriza, que la odiaba por la fetidez de su aliento, por el olor a orines fermentados que brotaba de sus sobacos y de sus ingles, por el pútrido desprendimiento de sus numerosos pedos, más hediondos que el ajo podrido, y por la rugosidad de su piel, peluda cual la del erizo, y más dura que las fibras de la palmera.
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(Las mil una noches, noche 93ª, en la edición de J. C. MARDUS,
traduccíón de Blasco Ibáñez)
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Se me antoja la belleza un sueño largamente anhelado; en cambio, la fealdad es una verdad palpable que nos persigue. Ambos conceptos están cercanos, en cualquier caso, al delirio de nuestra interpretación. Pero, ciertamente, si la belleza es interesante, lo es como un proyecto que hay que trabajar para construir; en tanto que la fealdad es interesante al darnos una realidad que hay que trabajar para investigarla.
Ya en la dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco trabajamos este modelo de fealdad. Vemos aparecer la figura de la vieja horripilante en muchas mitologías: la Baba Yaga rusa, donde ocupa un papel muy dominante; las Banshee celtas, puro grito de horror a la muerte; y más cercana, la puta vieja Celestina de Fernando de Rojas. Este personaje de las Noches árabes comparte con la última el rasgo de la inteligencia y la maquinación.
Obsérvese que la descripción propuesta lo feo viene relacionado con lo corporal. El placer siempre ronda lo escatológico, y parece siempre más cercano a lo feo (el vicio), que a lo bello (la virtud). Parece que dejarse llevar por el placer corporal es sucumbir a un dominio cuyo destino es la inevitable putrefacción. Y sin embargo, ¡es placentero! Goce y sufrimiento andan unidos.
Además, este texto pertenece a esa serie que relaciona la fealdad con la depravación (esto da pie a enumerar a los grandes malvados de la historia del arte). Pero también hay otra fealdad que juega a aliarse a la virtud (el mejor ejemplo sería la descripción de Sócrates por Alcibíades en el Banquete de Platón, donde se le comprara con un sileno de madera).
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Está claro que esto de la fealdad ha de ser tratado más detenidamente. Para empezar vamos a ir apuntando una serie de referencias:
  • Freaks, la parada de los monstruos, de Tod Browning (1932). Película imprescindible para iniciar esta andadura. Muestra la verdadera monstrusidad a la que puede llegar el ser humano, no en su cuerpo, sino en su propia alma.
  • El hombre elefante, de David Lynch (1980). Esta otra película se acerca más a la línea socrática de la fealdad. Trata de la auténtica minusvalía del ser humano para reconocer la verdadera belleza.
  • El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde (1890). Una novela ejemplar del gran esteta, del gran decadente. Todo un mito sobre la ética de la belleza y el placer.
  • Historia de la fealdad, de Umberto Eco (2007). Como su obra predecesora, el trampolín idóneo para comenzar una investigación para encontrar a los grandes pensadores de la estética.

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