domingo, 4 de enero de 2015

William Golding: EL SEÑOR DE LAS MOSCAS

—Yo no creo que exista esa fiera, claro que no. Como dice Piggy, la vida es una cosa científica, pero no se puede estar seguro de nada, ¿verdad? Quiero decir, no del todo. 
Alguien gritó:
—¡Un calamar no puede salir del agua!
—¡Sí que puede!
—¡No puede!
Pronto se llenó la plataforma de sombras que discutían y se agitaban. Ralph, que aún permanecía sentado, temió que todo aquello fuese el comienzo de la locura. Miedo y fieras... pero no se reconocía que lo esencial era la hoguera, y cuando uno trataba de aclarar las cosas la discusión se desgarraba hacia un asunto nuevo y desagradable.
Logró ver algo blanco en la oscuridad, cerca de él. Le arrebató la caracola a Maurice y sopló con todas sus fuerzas. La asamblea, sobresaltada, quedó en silencio. Simón estaba a su lado, extendiendo las manos hacia la caracola. Sentía una arriesgada necesidad de hablar, pero hablar ante una asamblea le resultaba algo aterrador.
—Quizá —dijo con vacilación—, quizá haya una fiera. 
La asamblea lanzó un grito terrible y Ralph se levantó asombrado.
—¿Tú, Simón? ¿Tú crees en eso?
—No lo sé —dijo Simón. Los latidos del corazón le ahogaban—. Pero...
Estalló la tormenta.
—¡Siéntate!
—¡Cállate la boca!
—¡Coge la caracola!
—¡Que te den por...!
—¡Cállate! 
Ralph gritó:
—¡Escuchadle! ¡Tiene la caracola!
—Lo que quiero decir es que... a lo mejor somos nosotros.
—¡Narices!
Era Piggy, a quien el asombro le había hecho olvidarse de todo decoro. Simón prosiguió:
—Puede que seamos algo...  

William Golding: El señor de las moscas (1954). 
Capítulo 5: "El monstruo del mar"

En su origen, la ciencia vino a traer un viento de esperanza. Se creeía que, de una vez por todas, el ser humano se libraría gracias a ella de la brutalidad, del miedo y la ignorancia que llevaba arrastrando durante milenios. 
Pronto lo que se vislumbraron fueron otros terrores. Así ha venido sucediendo en otros terretos. Grandes ideas amenazan con su luz la tormenta que somos. A lo largo de la historia, nada ha provocado tanta destrucción como el imperio de grandes discursos de salvación.
Todo discurso es una Babel erguida en el valle de una profunda ignorancia, pretendiendo alcanzar el cielo del conocimiento. Y sin embargo qué es cada enunciado, sino el ladrillo prestado por otros ignorantes.
El adulto cree haberse librado de las niñerías, pero sus celos y sus miedos siguen ahí. Y no son celos por esto ni miedo a esta otra cosa. Celos y miedo impregnan nuestra voluntad tanto como la alegría o la sorpresa, y sólo después nuestro entendimiento sueña con otorgarle un objeto: esto o aquello.
Irónicamente, Simon es la sombra que los niños confunden con la fiera. Simon es quien comprende lo terrorífico del ser humano, sin más. Simon será también la víctima expiatoria. 
Irónicamente, mientras los niños piden a los lejanos adultos una señal de civilización, cae del cielo un paracaidista de guerra, con terrorífico estruendo y confirmando a todos que la fiera es real.
Los antiguos "adultos" nos legaron a nosotros "niños", perdidos en la isla de nuestra historia personal, el fuego del lenguaje. No es como quisiéramos, herramienta de ayuda. Es un extraño espejo de vanidad. Pone fuera lo que somos, no lo que está ahí. Tapa los objetos y alienta nuestros anhelos. Y lo hace irónicamente, diciendo precisamente aquello que jamás conseguiríamos decir de nosotros mismos.

—Los mayores saben cómo son las cosas —dijo Piggy—. No tienen miedo de la oscuridad. Aquí se habrían reunido a tomar el té y hablar. Así lo habrían arreglado todo.
—No prenderían fuego a la isla. Ni perderían...
—Habrían construido un barco... 
Los tres muchachos, en la oscuridad, se esforzaban en vano por expresar la majestad de la edad adulta.
—No regañarían...
—Ni me romperían las gafas...
—Ni hablarían de fieras...
—Si pudieran mandarnos un mensaje —gritó Ralph desesperadamente—. Si pudieran mandarnos algo suyo..., una señal o algo.
Un gemido tenue salido de la oscuridad les heló la sangre y les arrojó a los unos en brazos de los otros. Entonces el gemido aumentó, remoto y espectral, hasta convertirse en un balbuceo incomprensible. Percival Wemys Madison, de La Vicaría, en Hartcourt St. Anthony, tumbado en la espesa hierba, vivía unos momentos que ni el conjuro de su nombre y dirección podía aliviar.

William Golding: El señor de las moscas (1954). 
Capítulo 5: "El monstruo del mar"