jueves, 29 de noviembre de 2012

HOMERO: Odisea. POLIFEMO

Carnero amigo, ¿por qué me sales de la cueva el último del rebaño? Antes jamás marchabas detrás de las ovejas, sino que, a grandes pasos, llegabas el primero a pastar las tiernas flores del prado y llegabas el primero a las corrientes de los ríos y el primero deseabas llegar al establo por la tarde. Ahora, en cambio, eres el último de todos. Sin duda echas de menos el ojo de tu soberano, el que me ha cegado un hombre vil con la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando mi mente con vino, ¡Nadie, quien todavía no ha escapado -te lo aseguro- de la muerte! ¡Ojalá tuvieras sentimientos iguales a los míos y estuvieras dotado de voz para decirme dónde se ha escondido aquél de mi furia! Entonces, sus sesos, cada uno por un lado, reventarían contra el suelo por la cueva, herido de muerte, y mi corazón se repondría de los males que me ha causado el vil Nadie.

Homero: Odisea, Canto IX, vv. 447-460.


Al cínico gigantón, que no tanto antes veíamos devorar jocoso a los compañeros de Ulises, lo sorprendemos ahora empatizando con una de sus ovejas. En realidad, imagina reflejado en ella el propio evento traumático de la castración. Él, invulnerable hijo de Poseidón, que por intocable hasta único era su ojo y su mirada nada dividida, ahora ha quedado convertido en un ciego más de la larga lista griega.
Y yo mismo, segmento proporcionado, me veo reflejado en él, en la medida en que sigo creyéndome un gigante vulnerado, un enfant terrible, un sabio monoculista que añora la uterina vida de las cavernas. El "conocido por muchos" cegado por "nadie".
El hombre agacha la cabeza ante las astucias de la vida que, sin ser nadie, nos rebaja a nosotros que tan poderosos nos creemos. Pero no la agacha humildemente: destrozará sus sesos, no los de nadie, imposibles de encontrar, sino los propios. Nuestra mente se lamentará con amargura, sin atinar a ser castigada pues nosotros mismos escapamos de nuestra furia.
Indignados, no sabemos castigarnos. Y a una penosa libertad nos abandonamos. Heridos por un amor propio perdido, elegimos aferrarnos al clavo ardiendo de nuestra conmiseración, y dejamos que el amor a esa vida ingrata se diluya en el amor a nuestra propia pereza.
Entre los Tiresias, Fineos y Edipos griegos, este ciego Polifemo es un quejica, un patético enrabietado cuya pataleta va a tener al astuto Odiseo de aquí para allá, sin miramientos. Pero veamos nosotros el guiño del destino que se enreda en este vellocino emotivo del carnero de Polifemo. Precisamente debajo del cual se escapa Ulises, quien, desde luego, ni mucho menos ha escapado ni de la muerte ni del castigo. En más de una ocasión sentimos que las desventuras de este viaje son fruto de los descuidos y osadías del propio Odiseo. Polifemo es el reverso arrogante y brutal, ingenuo, estúpido e infantil, del valiente, astuto y rey Ulises.
Y ellos son el mío. Si hubiera estado quietecito, Ulises no habría padecido los tormentos de su viaje. Pero si no hubiera sufrido su odisea, no se hubiera convertido en el héroe que tanto amo. Sus aventuras hieren al ingenuo gigantón que se es. Yo, con mis argucias y mis tretas, me construyo gigante y me hiero, y me castigo divagando de aquí para allá en teorías y faenas. En mi manía exploro el universo, en depresión ciego mis ilusiones y me escondo.
Y sí, podría arroparme en mis propios lamentos para lo que queda de eternidad; podría dejarme soñar que la vida ya ha de quedarse quieta...
... y, sin embargo, se mueve.

Ojalá tuvieras sentimientos iguales a los míos
y estuvieras dotado de voz para decirme