domingo, 30 de junio de 2013

EL ESPEJO: Frida Kahlo, por Rauda Jamis

Cuando Frida vio su imagen en el espejo, cerró los ojos, aterrada, ya que no podía volverse en la cama para esquivar el reflejo. ¿Con qué tenía que enfrentarse? ¿Con su propia imagen, chata, con el arreglo de su chongo cada mañana, con el desorden de su cama donde se amontonaban cuadernos, hojas sueltas, lápices, libros, cartas, una querida muñeca de trapo? ¿O con su cuerpo atormentado por el corsé, con su cara seria que ocultaba el dolor, con un rictus fijo para no estallar en sollozos? ¿Y pensaban que frente a su doble se iba a sentir menos sola?
De repente le parecía estar aún más a merced de sí misma. No había escapatoria posible. En cuanto levantaba los ojos, Frida veía a Frida, observaba su desesperación silenciosa, se arrojaba sobre ella. Frida sonreía, Frida-espejo sonreía también, apaciguada. Frida se odiaba al verse así, inválida: el ojo de Frida-espejo se endurecía sin complacencia. Frida languidecía por Alejandro, Frida-espejo se desolaba y palidecía. Frida garabateaba algunas palabras en un papel, Frida-espejo leía todo por encima de su hombro. Espejo implacable, compañero curioso. Presente, inevitable. Una sola solución para convivir: adoptarlo en una forma u otra, halagarlo, sacar el mejor partido posible de él. Hallar el modo de convivir, exprimirse el cerebro hasta hallarlo.
¡El espejo! Verdugo de mis días, de mis noches. Imagen tan traumatizante como los propios traumatismos. Todo el tiempo esa impresión de ser señalada con el dedo. "Frida, mírate". 'Frida, contémplate". Ya no hay sombra de verdad dónde esconderse, ni cueva donde retirarse, entregada al dolor, para llorar en silencio sin marcas en la piel. Comprendí que cada lágrima traza un surco en la cara, por joven y tersa que sea. Cada lágrima es una fragmentación de la vida.
Escrutaba mi rostro, mi mínimo gesto, los dobleces de la sábana, su relieve, las perspectivas de los objetos dispersos a mi alrededor. Durante horas, me sentía observada. Me veía. Frida adentro, Frida afuera, Frida en todas partes, Frida hasta el infinito.

Rauda Jamis: Frida Kahlo. Autorretrato de una mujer.
"La imagen en el espejo". (1985)

El único paisaje posible es el espejo.
Cuando uno pasea su mirada entre los colores y las sombras de los objetos, pasea, como Frida, por los contornos de sí mismo. Y cuanto vemos en la realidad es nuestra propia imagen reflejada: eso somos, así nos vemos. Así la realidad, como espejo de uno mismo.
La mirada queda fuera.
Es fácil caer en una metafísica de espejo. Los objetos del mundo, alucinación narcisista, son producto de una mirada, tal como hablaríamos del espejo mismo. La imagen tras el espejo es irreal. Y cuando uno comprende que no es esa imagen, y que tampoco se sabe aquello que a este lado pudiera proyectarla, sólo queda la mirada. Sobre qué se sostiene la mirada es difícil saberlo. El sí-mismo, tocado ensimismadamente se escapa. Nuestra mirada tampoco nos pertenece. ¿Cómo es la realidad cuando uno ya no espera que le devuelvan su imagen?
El dolor, ¿dónde queda?
Así habla un hombre del espejo, lógicamente. Pero el texto de Rauda nos lleva ante los sentimientos que quedan excluidos del espejo. El espejo refleja la realidad de un cuerpo atribulado, la composición de unos gestos inevitables, pero la vivencia del sentimiento, del dolor, del deseo, la impotencia... El espejo se vuelve un índice que señala la distancia entre el sujeto y su realidad: Frida infinita atrapada en una realidad constreñida, no sólo en sus límites físicos, sino en cada detalle formal significante. Siempre significante de otra cosa que sí misma, y a la vez descarnado reconocimiento de sí misma y la incapacidad.
No hay Otro.
Si la realidad espejo nos devuelve a nosotros mismos, no hay otro en el espejo. Frida comprendió en esa situación la contundente verdad de esa estructura. Porque además, en la asfixiante prisión de sí misma, muro y esencia era la falta de Alejandro. Alejandro no estaba, la estaba abandonando. El espejo se vuelve entonces índice de ese abandono, síntoma de la falta del otro. Uno mismo es otro, algo distinto a la imagen, pero el verdadero otro, que otorga realidad a la realidad, verdad, vivencia de aquello que es objeto de nuestra mirada, que hace la mirada cierta, el verdadero otro falta y el otro que somos nos estructura como abandono: ser ese abandono. ¡Y pintar sus detalles!
Ver. 



domingo, 23 de junio de 2013

La mujer: JANE EYRE, de Charlotte Brontë

I
Aquel día no fue posible salir de paseo. Por la mañana jugamos durante una hora entre los matorrales, pero después de comer (Mrs. Reed comía temprano cuando no había gente de fuera), el frío viento invernal trajo consigo unas nubes tan sombrías y una lluvia tan recia, que toda posibilidad de salir se disipó.
Yo me alegré. No me gustaban los paseos largos, sobre todo en aquellas tardes invernales. Regresábamos de ellos al anochecer, y yo volvía siempre con los dedos agarrotados, con el corazón entristecido por los regaños de Bessie, la niñera, y humillada por la consciencia de mi inferioridad física respecto a Eliza, John y Georgiana Reed.
Los tres, Eliza, John y Georgiana, se agruparon en el salón en torno a su madre, reclinada en el sofá, al lado del fuego. Rodeada de sus hijos (que en aquel instante no disputaban ni alborotaban), mi tía parecía sentirse perfectamente feliz. A mí me dispensó de la obligación de unirme al grupo, diciendo que se veía en la necesidad de mantenerme a distancia hasta que Bessie le dijera, y ella lo comprobara, que yo me esforzaba en adquirir mejores modales, en ser una niña obediente. Mientras yo no fuese más sociable, más despejada, menos huraña y más agradable en todos los sentidos, Mrs. Reed se creía obligada a excluirme de los privilegios reservados a los niños obedientes y buenos.
-¿Y qué ha dicho Bessie de mí? -interrogué al oír aquellas palabras.
-No me gustan las niñas preguntonas, Jane. Una niña no debe hablar a los mayores de esa manera. Siéntate en cualquier parte y, mientras no se te ocurran mejores cosas que decir, estate callada.


Charlotte Brontë: Jane Eyre (1847), Capítulo I

  • -El largo paseo. Hay una clara ironía que da aviso desde el principio del libro. El primer párrafo nos predispone a una decepción por el paseo frustrado. Pero Jane se alegra de no darlo (¿está mejor en casa?).
    Más adelante, su insistencia en caminar a pie largos trayectos será una de las características del personaje, resaltada además por los comentarios de Mr. Rochester. Y para colmo, nos ofrece la tortuosa caminata entre Thornfield y Moor House.
    Lo que en un sentido es conciencia de inferioridad (ante la naturaleza, ante la sociedad, ante sí misma), es en otro vivencia de su independencia. Una consideración aglutinada y paradójica, pero intensa: debilidad y fuerza.
    La vida es un largo paseo.
  • -La orfandad. El hogar es un paraíso a conquistar, del que se comienza excluido. Jane está constantemente "fuera de lugar". Y, sin embargo, "pertenecer" es un anhelo tan deseado como rechazado.
    Thornfield es la casa de los afrancesados y apasionados Rochester. Moor House es el hogar de los anglicanísimos Rivers. Pasión vital y pasión cultural separados en dos lugares de la novela y unidos por el temperamento exigente de Jane Eyre.  
  • -Los secretos. Jane ve en ese compromiso espiritual con John Rivers una exclusión parecida a la que Edwuard Rochester hace con su libertina esposa Bertha Manson. La educación a la que ha de someterse Jane para entrar en los privilegios familiares no puede dar cuenta de la poderosa intimidad que es suya de por sí.
    Toda la novela es la constante "ocurrencia de mejores cosas que decir". No tiene por qué callar. Por mucho que en toda la naturaleza, familia, sociedad, moral... no haya nada capaz de escuchar, entender, conocer esa verdad íntima.
    Renunciar a su vitalidad, su pasión, sus deseos sería renunciar a ella misma. Renunciar a sus principios, a su educación a su moral, sería renunciar a ella misma. Y no es la moral ni su pasión algo impuesto ni obediente, no es algo aprendido. Lo que ella siente es suyo, lo que ella piensa es suyo.
  • -La entrega. Ironía: las últimas palabras de la novela serán para John Rivers, el párroco moralista al que no quiere pertenecer como mujer. No quiere permanecer siempre a su lado pero está dispuesta a seguirle por valles y montañas, en presencia y en ausencia hasta el final de la novela. Como el camino que detesta pero insiste en recorrer. Como las fatigosas tareas que tanto lamenta pero que no consentiría en dejar de realizar. La entrega es absoluta. No es moralizada, no es reprimida por lógica, discurso o causa. Nunca hay sometimiento alguno. Allí donde deposita su entrega es total: pasión, tristeza, alegría, duda, miedo, amor.

Y contemplé sus hermosas y armónicas facciones, imponentes en su severidad, sus cejas imperativas, sus ojos brillantes y profundos, sin dulzura alguna, su alta y majestuosa figura, y me imaginé siendo su mujer. ¡No, nunca lo sería! Podía ser su ayudante, su camarada, cruzar el océano a su lado, seguirle a los países que baña el sol de Oriente, a los desiertos asiáticos, admirar y emular su valor, su devoción y su energía, considerarle como cristiano, no como hombre, sufrir el dominio de su personalidad, pero conservando libres mi corazón y mi cerebro, reservando en los rincones de mi alma un lugar sólo mío, al que nunca él tuviera acceso y cuyos sentimientos no pudiera reprimir bajo su austeridad. Pero ser su mujer, permanecer siempre a su lado, vivir siempre sometida, constreñida, esforzándome en apagar la llama que me devoraba, me sería insoportable.


Charlotte Brontë: Jane Eyre (1947), Capítulo XXXIV



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domingo, 16 de junio de 2013

La narración: TRANCE, de Danny Boyle

Algunos aún se sorprenden cuando me oyen afirmar que en una historia (en una película, en una novela) el argumento no es, ni de lejos, lo que más me interesa. El argumento, los giros argumentales, el desarrollo... el final, la resolución... no son más que vehículos para la narración misma, donde lo que se cuece realmente es algo muy distinto: la relación de sensaciones, ideas y vivencias que se ponen en juego, se ponen en función. Ahora, por fin tengo un ejemplo que aborda nítidamente, argumental y precisamente eso: la historia es superficial, no requiere coherencia, ni la verosimilitud es más o menos creíble.

En Trance, la narración no está al servicio de la historia, ni de presuntos personajes, con un carácter definido, ni los hechos ni las motivaciones son las que son, ni tienen que ser alguna más en concreto que otra. Eso sí, no por eso desaparece la narración: es pura narración.
Por supuesto, bebe directamente (no por la metáfora, que se puede rastrear en muchos títulos anteriores, sino por la dinámica narrativa) de la tan celebrada Inception (Origen) de Nolan; y en esta temporada hemos disfrutado de una construcción que nos venía preparando en Dans la maison (En la casa) de François Ozon. La mente es un espacio, cuya arquitectura se compone de ideas, vivencias, recuerdos, fantasías, y estructurado por unas lógicas que no son ni físicas ni verosímiles, sino personales. Ese espacio es tanto un paraíso, como un hogar, como una prisión, como un infierno. Podríamos decir que lo es sucesivamente, alternando según los distintos momentos, pero no sería exacto. Podríamos decir que lo es todo al mismo tiempo, y tampoco sería preciso. Hay un elemento distribuidor, como calles y pasillos que hace posible la narración (o tal vez al revés: la narración hace posible que no implosione todo).
La narración es inevitable (el argumento, la trama, es inevitable). Construir una buena narración, una historia atractiva, es muy difícil. Precisamente porque conectar con la narración personal que cada uno llevamos dentro, o de la que estamos hechos, es casi una proeza. Eso es lo que trabaja Trance, en primer lugar. Cómo conectar con cada persona en concreto, sabiendo además que cada persona está compuesta por muchas máscaras, muchas historias, personajes, proyecciones, fantasmas, que intevienen en el drama. Así de simple y así de heroico: conectar con el otro.
Y una vez establecida la conexión qué. Qué, ¿cuál va a ser la siguiente decisión? ¿Vas a por la proeza del olvido o vas a por la proeza del seguir adelante y salir?

La narración es la mujer.
Lo que estos (este personaje) construye ante sí, su narración personal es la narración de la mujer: su fantasma de la mujer. El hombre se ha inventado una historia para comprender la realidad que tiene delante: la mujer. Pero la mujer real es la narradora. La palabra viene de la voz de la mujer. Y entre la narración construida por el hombre, su hogar, su casa, y la impertinente voz de la mujer, la realidad, media un abismo también de violencia. Escuchar "realmente" a la mujer, la inteligencia de una narración capaz de entrar en la casa del hombre, destrozarla, convertirla en algo libre y dispuesto a olvidar y dispuesto a amar, no los viejos fantasmas, sino la realidad. Ese sí que es el ideal de la mujer para el hombre. Sólo la mujer puede salvarlo de sí mismo.
¿Recordáis que Teseo el héroe y Minotauro el monstruo-rey han de ser sublimados por el amor de Ariadna? El amor de Ariadna es el hilo de oro para salir del laberinto. Pero también es amor poner al monstruo delante del héroe que lo venza, y poner al héroe delante de su monstruo. La decisión que toma Teseo al salir del laberinto es el olvido.
¿Recordáis las grandes hazañas de los masculinos Áyax, Aquiles, Ulises? Su narración no es obra del muy sincero Homero, sino de la 0h musa que canta por él.
Beatrice, la donna angelicata que libera a Dante del infierno mostrado, narrado, por Virgilio.
Scheherezade, la fuente incesante de narración, de belleza, de magia, capaz de llevar el perdón al más violento de los reyes-hombres. Con historias de amor.
En la temporada pasada, tuvimos el privilegio de contemplar The Artist de Hazanavicius. También ahí nos avisa de cómo, sin la voz de la mujer, el artista se convierte en eso, arte, retórica vacía, sin ese toque humano de la realidad, que es un baile.

En definitiva: en Trance no estamos ante la ilusión de un principio y un final (a freír viento el planteamiento-nudo-desenlace). No estamos ante personajes concretos con su fabulada historieta. Es un momento. Ese instante de liberación, de decisión. La magistral construcción de un vacío que atrapa al espectador que se deja seducir por la voz libre de la mujer.

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sábado, 8 de junio de 2013

Maurice Ravel: LA VALSE


El siglo XIX tiene que acabar. Es un imperativo Kantiano. Es un imperativo bíblico. Es una súplica lo más humana posible. Habrá quien piense aún. Dirá cosas como que el siglo era un deseo del destino, que todas las épocas anhelaban el decimononismo; no sére yo. El siglo XIX fue sólo un paréntesis: un paréntesis más en el mismo saco de paréntesis revueltos con que está escrita la Historias. La Historias, sí, del arte, la política, la ciencia, la religión, la economía y todas esos cotilleos culturetas que prentendes ser positivistamente UNA.
¿Pero por qué cuesta tanto que se acabe? ¿Qué tiene el puñetero siglo que ha calado tanto en la médula de nuestras gentes? Aunque lo supiera que me corten la cabeza si llego a explicarlo. ¿Alguien ha oído hablar del siglo XX, alguien se ha parado a escucharlo? Y estas cosas que pasan en el siglo XXI, esta manera de crear, esta manera de viajar, de escribirnos y escribirme. ¿No sentís el futuro ardiendo en vuestras venas?
Trabajo en las aulas, delante de los pupitres en fila y me idigno -hacinados pupilos picotean píldoras enciclopédicas que les pedimos vomitar-. Me muevo por los caminos, trazados sobre mapas de colores y me indigno. Oigo jaleo en el Congreso y me indigno -¡qué asco ese lamerse y relamerse los costados!- profundamente. Que haya quien crea que las noticias son la realidad. Que haya quien crea que lo científico es la realidad. Que haya quien crea en los grandes templos del dinero y la oración y la materia. Sociedad, sociedad, ¡cuánto me rodeas y qué poco te interesas!
Siglo XIX, ¿acaso has sido bello?
Tú, que descubriste el concepto dinosaurio, ¿no piensas extinguirte? Gigante que bailas tu contundente vals con tu ridículo, patético y visceral cerebro.
Me tienes harto. Hemos tardado cien años y pico en sacudirnos tu pestilente humanidad (¡qué sabrían esos humanos de lo humano!) con todos los caos y monstruosidades posibles. ¡Cien años! Mascullando los dientes caídos de lo posmoderno.
Ya está bien. A escupirlos y a otra cosa.
Solo un pasito para dar testimonio de la paradójica y alegre desesperación que es esta vida ahora en lo Real.

Personas que bailan La Valse, de Maurice Ravel:


miércoles, 5 de junio de 2013

GÓNGORA: Recursos retóricos


Salamandria del Sol, vestido estrellas,
latiendo el can del cielo estaba, cuando
(polvo el cabello, húmedas centellas,
si no ardientes aljófares, sudando)
llegó Acis, y de ambas luces bellas
dulce occidente viendo al sueño blando,
su boca dio, y sus ojos cuanto pudo
al sonoro cristal, al cristal mudo.

Luis de Góngora: Fábula de polifemo y Galatea, 1612 
(octava 24; vv. 185-192)

  • Metáfora: "Salamandria del Sol". Este emblema es el opuesto al tópico de la mariposa y la llama. Si ésta perece al alcanzar el fuego de su ambición, la salamandra no sólo es capaz de caminar indemne dentro del fuego, sino que (según el generacionismo clásico) surge de él. Así, la imagen, además de una enunciación poética de la constelación del Perro, es un marco simbólico para el amor de Acis.
  • Metáfora: "vestido estrellas". Como se desarrollará en los versos siguientes, no sólo el Perro está vestido de estrellas, sino el propio Acis con su sudor. Así, se marca que las diferentes metáforas han de leerse engarzadas. Igualmente, el propio poema, con su repetición de metáforas centelleantes, y las figuras retóricas como un trabajo de iluminación, también estaría vestido de estrellas.
  • Metáfora/perífrasis: "el can del cielo". Hace referencia a la canícula, propia del verano, cuando la constelación del Perro coincide en su camino con el Sol. Ahora bien, si entendemos el perro como una metáfora de Acis, leemos que el pastor no sólo llega sudadando, sino también latiendo. Ambas lecturas no son excluyentes, como no lo es, en el sofoco del esfuerzo veraniego, el latir y el sudar. Y en esta conjunción se aúnan varios matices de la creación poética: el latir del corazón se asocia a la pasión y al amor (y no tanto la visión como parecería indicar el final de la estrofa), mientras que el sudor es el residuo del esfuerzo amoroso, convertido en poesía, versos, estrellas.
  • Hipérbatos/paronomasias: "latiendo ... cuando", "viendo ... cuanto". La asociación "-ndo", más armonizada si cabe por el hipérbaton del segundo verso, me llama la atención sobre la simultaneidad de los gerundios. La octava quiere situar casi la acción de llegar, beber y ver en un mismo momento o continuo de acción. El tiempo mismo está latiendo, como captado en la instantánea de una pintura barroca. Es un latido del tiempo.
    Igualmente vueve a soldarme en una sola causa el amor de Acis: la excitación con la que llega a la fuente y la excitación que le provoca lo que en ella encuentra.
  • Bimembración/antítesis: "polvo el cabello, húmedas centellas", conecta inmediatamente con la bimembración del primer verso, y refuerza esta lectura conjunta, en la que las diferentes metáforas, referidas a objetos distintos (Acis, el Perro, el sudor) se funden como metáforas unas de otras (el calor simbólico) sin que ninguna reclame una posición de privilegio sobre las otras. Si entre el polvo y la humedad estuviéramos tentados de aplicar una lógica de exclusión, la solución culmina en el siguiente verso:
  • Metáfora/antítesis: "ardientes aljófares, sudando". Verdaderamente las perlas son el resultado de cierto sudor de las húmedas almejas ante al polvo que penetra en las conchas. Pero además son ardientes, por el propio calor, a pesar del sudor (que el sudor arda es una paradoja más que cotidiana). Y finalmente, el ardor rubrica la asociación centellas-estrellas del sudor.
    Dándole la vuelta a la metáfora, diríamos que la luz es el sudor del cielo, creando esas perlas que son las estrellas. Y derivando el simbolismo: el sol y la estrellas son, pues, el residuo (como dijimos) de la pasión, de la belleza, del conocimiento... en el polvoriento latir de oscuridad celeste. Es necesario apuntar esto, porque esta octava y la anterior es un juego constante con las "luces bellas" y el simbolismo de "ver".
  • Hipérbaton/pseudo-encabalgamiento: "cuando ... llegó Acis". La conjunción temporal rige sobre el verbo "llegó", bien desplazado, siendo los gerundios "latiendo" y "sudando" subordinados, como herederos de aquel ablativo absoluto latino. Sin embargo, rodeando ambas subordinadas la conjunción, y antecediendo tan abruptamente al verbo principal, Acis llega no en un marco temporal, sino en ese marco simbólico que ha producido el juego retórico. Llegó Acis convertido en can del cielo, en salamandra del Sol, llegó vestido estrellas, sudando ardientes aljófares, húmedas centellas.
  • Metáfora: "ambas luces bellas". ¿Cuál es el término "real" de estas dos luces?
    a) La interpretación canónica arrastra la lectura de la octava anterior. Las dos luces son los dos ojos de Galatea, que, como duerme, son un dulce occidente. En este sentido, la visión vendría asociada a las dos luces de la tarde: el Sol y Venus. Queda bien atado, pues, el simbolismo erótico.
    b) Seguimos jugando con la lectura de la octava anterior, que juega con el reflejo jazmín del níveo cuerpo de Galatea junto a la fuente. Así, las dos luces bien pudieran ser las dos imágnes de Galatea dormida ofrecidas por sí misma y el reflejo en el agua.
    c) Otra variante de la lectura anterior, incorporando ya la mención al Sol de esta octava, sería concluir que una luz es Galatea, y la otra el propio sol. El occidente del sol es la tarde y el de Galatea su sueño.
    d) Pero resulta que las últimas luces de las que se viene hablando son las del sudor de Acis. Así pues, igual que el lector, las dos luces que se ven bien pudieran ser las de Galatea por un lado y las de Acis por otro. Ambas reflajadas en la fuente que es el poema. Ambas "hurtadas al sol ardiente" (como dice la octava 23); o equívocamente hurtadas, pues aunque se diga que no, el sol está al decirse. El occidente de Acis sería el descanso de su sed y su calor canicular. El occidente de Galatea sigue siendo su sueño.
    e) Y ya sueltos a la divagación: llegados a la última bimembración, las dos luces pudieran ser los dos cristales. El agua, cristal sonoro para su boca; Galatea, cristal mudo para sus ojos. O no se trataría tanto de Galatea y su reflejo, sino que bien podrían ser dos atributos del agua misma: Acis bebe el agua como agua con la boca -aquí sería un agua muda, sin significante-; pero también bebe en el agua la imagen reflejada de Galatea con los ojos -y esta sería un agua sonora, con significante-.
    f) En todo caso: ojos, Galatea, Sol, agua, reflejo de Galatea, Acis, reflejo de Acis, reflejo del sol... ¿cómo puenden satisfacerse con el dual "ambas"? Paradójicamente, la lectura canónica cuadra racionalmente a la perfección; pero qué lejos está del "sueño blando".
  • Hipérbaton/quiasmo/sinestesia/metáfora/paradoja/aliteración: "dulce occidente viendo al sueño blando". Este verso es un misterio para mí. Y el hecho de que acoja a tantos recursos a la vez me nubla la vista.
    No sabría decir si "al sueño blando" es un objeto de "viendo" o es un complemento circunstancial. "Dulce occidente" es seguramente aposición o complemento de "sueño"; pero ¿y si fuera objeto de "viendo"? ¿A quién le cuadra mejor el complemento "de ambas luces bellas": a "occidente" por cercanía, a "viendo" por sintaxis, a "sueño" por sentido?
    El quiasmo asocia perfectamente a "occidente" con "sueño", dando alas a todas las asociaciones simbólicas que de la metáfora surjan. Asocia perfectamente "dulce" y "blando": clara sensualidad positiva y erótica. Pero descuadra en el centro mismo el "ver" en unas asociaciones sintestésicas ("dulce" para el gusto, "blando" para el tacto, no le pertenecen a la visión).
    La visión de un sueño ajeno es algo "evidentemente" paradójico. El sueño, aquí, es la constatación de otro lugar donde el observado también está presente, pero que al observador le es vedado. Pero es que además, esta manera de llegar que tiene Acis, convertido en salamandra del Sol, más parece un delirio onírico del deseo de la ninfa, que una descripción objetiva del entorno de Acis. Es el lector el que está bebiendo realmente del sueño gongorino.
    Y no debiera pasarse por alto la equilibrada disposición de las consonantes: el juego de dentales y laterales, el juego de dentales y nasales, las interdentales del principio, las bilabiales de la segunda mitad. Apuntan realmente al arroyo como un "sonoro cristal" onírico de agua y visión.
  • Bimembraciones/correlación: "su boca ... sus ojos", "al sonoro cristal, al cristal mudo". El sonoro cristal es el agua, al que entrega su boca. El cristal mudo es Galatea, a quien estrega su mirada. Pero Ya se ha dicho que lo que ve es "el dulce occidente de ambas luces bellas", y esas luces bellas pueden ser muchas cosas y también el agua.
    Por otro lado, como creo que ya he dejado caer, esta fuente de Acis y Galatea es la corriente misma del poema: las palabras. Es el lector quien al leer el poema bebe de una palabra muda una visión parlante. Es el lector quien, excitado por el sueño luminoso del poema, empieza a latir con la pasión del verano. O al revés, el lector apasionado quien consigue ver el sueño luminoso de las luces en la palabra. Acis, el poeta, o el lector, cuando llega latiendo, ve luces de ensueño.
  • Quiasmo/antítesis: "al sonoro cristal, al cristal mudo". Magnífica cadencia apoyada en el quiasmo anterior. Y obsérvese cómo sigue jugando con la sintestesia: "ver" (al que alude el "cristal") con los valores del oído. Pero esta vez el verbo de la visión no está, y los adjetivos se oponen en un sugerente "ser" / "no-ser". Me incita, en todo caso, a volver al verso magnífico del sueño. Me avisa de dos formas de leer: la lógica de oposición-exclusión, y la aglutinación onírica. Góngora (¿o soy yo?) apuesta por no excluir los dos elementos de la oposición: se los otorga los dos a Acis (o a mí), o más bien hace que Acis se entregue a los dos, en un mismo latido, luminoso y onírico.