domingo, 26 de abril de 2015

Narcisismo. PESSOA

Si recuerdo quién fui, a otro veo.
y el pasado es un presente en el recuerdo.
Quien fui es alguien que amo,
aunque sea sólo en ese sueño.
La nostalgia que la mente aflige
no es mía ni del pasado visto,
sino de quien habito
tras de los ojos ciegos.
Nada, salvo el intante, me conoce.
Mi mismo recuerdo no es nada, y siento
que quien soy y quien fui
son sueños diferentes.

Ricardo Reis - Fernando Pessoa 

"Nadie nació tantas veces como
Fernando Pessoa" (Martín López-Vega
Fuera de la memoria no hay nada. Mientras podemos recordarlo, confiamos en que el suelo bajo nuestros pies seguirá dispuesto a nuestros pasos, incluso aunque mientras caminemos no pensemos en ello. Todos los seres y objetos del mundo que aún no ha sido descubierto, ahí están, actuando. Lo admitiré, recibo su influencia, ya que no aún su conocimiento. Pero asumámoslo: esa certeza es también una fantasía. Nada que no esté siendo elaborado en nuestro imaginario funciona en lo que conscientemente somos ni consideramos. Y, al revés, sólo con imaginarlo, ya funciona.
En la medida en la que uno mismo se desconoce, no sabe todo de sí, no recuerda todo de sí, ¿a quién recuerda, qué imagina? Conocemos al objeto; pero ¿cómo conocer al sujeto que conoce? Y si nos conocemos, ¿qué sabemos realmente del conocer mismo?, y acabaríamos por concluir que tampoco podemos conocer los objetos. Y llegados a este punto, pronto olvidamos, seguimos andando, obrando y opinando, seguros de no caer en error. Seguros de que sabemos.
No soy quien recuerdo, sino el que me recuerda; y, a ese, difícilmente puedo conocerlo. El que me recuerda piensa en mí como piensa en cualquier otra cosa. Piensa en mí pensando, y ese bosque de recuerdos quiero ser yo. Yo, su consencuencia, ni quiero ni recuerdo. Me imagino queriendo y recordando porque así me recuerda y así me imagina, tal como imagina y recuerda, y quién sabe si quiere, otras cosas.
Yo soy el objeto de otros, que me quieren y me recuerdan y me piensan. Yo, eso, lo he olvidado. Yo creo ser yo pensando, recordando, olvidando, queriendo. Pero, al olvidar, en mi, ya no queda lo olvidado. Lo olvidado es otra vez el suelo que confiamos en pisar sin querer acordarnos. Ese que piensa y quiere realmente, tal vez sí recuerde. ¿Cuántos olvidos puede estar recogiendo? Yo soy un olvido fundamental. ¿Cuántos más soy habiendo olvidado que somos olvido?
Así como de las paredes espumosas surgen a veces máscaras. Yo sea esa máscara, creyendo estar del lado de la autenticidad y no de la máscara. Quizá no sea la única y me crea la única máscara. Podría ser solo una de las muchas espumas emergentes que se creen la única máscara. Y detrás de la máscara no estoy yo, por supuesto, sino un mar no conocido, que ni pretende ser mar, ni máscara, ni nada.
Hoy no pienso, hoy parafraseo. Hoy mis pensamientos se escriben al dictado del día, al dictado de otro que piensa y escribía al dictado. Fantaseo con que es el instante quien dicta. Este instante imposible que es común a ambos. Ambos cruzamos por él un gesto, una marca, una puerta abierta a la ignorancia.

Se recordo quem fui, outrem me vejo,
e o passado é um presente na lembrança.
Quem fui é alguém que amo
porém  somente em sonho.
E a saudade que me aflige a mente
não é de mim nem do passado visto,
Senão de quem habito
por trás dos olhos cegos.
Nada, senão o instante, me conhece.
Minha mesma lembrança é nada, e sinto
que quem sou e quem fui
são sonhos diferentes.


Ricardo Reis - Fernando Pessoa

domingo, 19 de abril de 2015

ASESINATO y TABÚ. Patricia Highsmith: El talento de Mr. Ripley

    Tom se puso tenso. Era como un gramófono que estuviese sonando dentro de su cabeza, como un pequeño drama que se estuviera representando allí mismo, en la sala de estar, sin que él pudiera hacer nada para interrumpirlo. Podía verse a sí mismo de pie, junto a las enormes puertas que se abrían al vestíbulo principal, hablando con la policía y con míster Greenleaf. Podía oír su propia voz y ver que le creían.
    Pero lo que parecía aterrorizarle no era aquel diálogo, ni la alucinante creencia de haberlo hecho (porque sabía que no era así), sino el recordarse a sí mismo de pie ante Marge, con el zapato en la mano e imaginándose todo aquello de un modo frío y metódico. Y el hecho de que hubiese sido la tercera vez. Las otras dos veces eran hechos, no frutos de su imaginación. Podía decirse que no había querido hacerlo, pero lo había hecho, ésa era la verdad. No quería ser un asesino. A veces llegaba a olvidarse por completo de que había asesinado. Pero a veces, como le estaba sucediendo en aquellos momentos, le resultaba imposible olvidar. Sin duda, aquella noche lo había conseguido durante un rato, al pensar sobre el significado de las posesiones y sobre por qué le gustaba vivir en Europa.

Patricia Highsmith: El talento de Mr. Ripley, capítulo 26

Se dice "instinto asesino". Si realmente existieran los instintos, habría que asumir que todos los humanos estamos impregnados de ese impulso. Ejemplos a favor encontramos en la agresiva rivalidad sexual de los mamíferos masculinos o, sin más, la rutina depredadora que, como simios de mirada binocular, debiéramos comportar. Argumentos en contra debiera de proponer la ciencia genética, que daría dudosa viabilidad a la teoría de los instintos.
Si no es instinto, el impulso asesino y su represión queda a cargo de la educación o de la formación del individuo. Los niños no tienen compasión con sus juguetes, con moscas y lagartijas. Los celos infantiles tienen una fuerza mitológica. No pueden matar porque no tienen fuerza o habilidad suficiente; para cuando la tengan, posiblemente ya han interiorizado que su sociedad más cercana no lo permitiría fácilmente. 
La cultura no siempre ha tratado igual el asesinato. Pronto apareció, suponemos, un "no matarás"; sin embargo, tardaron en desaparecer los sacrificios, las ejecuciones, las guerras. Hay ciertas situaciones donde algunas culturas siguen tolerando el asesinato como acto. Hay contextos culturales donde se sigue recurriendo al asesinato como idea. En la ficción, parece un recurso imprescindible.
Así pues, en esas dimensiones múltiples que habita el ser humano, aún estamos en esa conquista del tabú ancestral: desde que nace, el asesinato forma parte de sus naturalezas.

En este fragmento de la novela se resalta la irrealidad del acto asesino. El personaje fantasea con la posibilidad de asesinar, además, recuerda haber asesinado. Por otro lado, comprueba que en esta ocasión no lo ha hecho, además fantasea con la sensación de haber olvidado y fantasea las convincentes explicaciones que daría para demostrar que no hubiera asesinado cuando lo hubiera hecho realmente. 
El confuso juego de realidad-ficción al que nos lleva el personaje se adereza con la sensación de frialdad o normalidad con la que Tom vive el asesinato. No hay rastro del pretendido tabú; sólo el peligro claro de ser descubierto. 
Un elemento aún más importante: "sin que él pudiera hacer nada para interrumpirlo". El asesinato hubiera sido en ese momento el recurso desesperado (tanto como lógico) de una secuencia de hechos que no puede controlar. Tampoco puede controlar su propia fantasía y emotividad (ahora podría delatarle), cuando su primer asesinato, el de Dickie, sí que fue impulsado por su emotividad. Llegado el momento, ¿qué detendría al asesino que sabe a ciencia cierta que puede salirse con la suya?¿El tabú nos controla acaso sin que podamos evitarlo? Si fuera así, ¿de dónde viene?, porque tabú no es instinto ni es exactamente razón. El tabú es una fantasía social o cultural que da al acto su carácter reprobable, criminal, prohibido, imposible.
Y lo más terrible -hoy me parece de este áspero asunto- ¿dónde situar al sujeto de la decisión? El que asesina cuando la lógica de los hechos se impone, ¿qué margen no le debe a la determinación de los hechos? El que se reprime tan sólo por la eficacia del tabú, ¿qué margen no le debe a la determinación del tabú?

    Con un gesto brusco, se volvió sobre un costado, y apoyó los dos pies en el sofá, sudando y temblando, preguntándose qué le estaba pasando, qué le había pasado; si al día siguiente, al ver a míster Greenleaf, empezaría a soltar una serie de incoherencias sobre Marge cayéndose en el canal y él gritando para pedir ayuda, luego tirándose al agua sin poder encontrarla. Aunque Marge estuviera allí con ellos, temía perder el control de sí mismo y delatarse como un maníaco.

Patricia Highsmith: El talento de Mr. Ripley, capítulo 26

domingo, 12 de abril de 2015

El doble. PATRICIA HIGHSMITH: El talento de Mr. Ripley

Se sentía solo, pero en modo alguno triste. Era una sensación muy parecida a la que había experimentado en París, la víspera de Navidad, la sensación de que toda la gente le estuviera observando, como si el mundo entero fuese su público, una sensación que le hacía estar constantemente en guardia, ya que una equivocación hubiera sido catastrófica. Y, con todo, estaba absolutamente seguro de que no cometería ninguna equivocación, y ello sumergía su existencia en una atmósfera peculiar y deliciosa de pureza, igual que la que probablemente sentiría un gran actor al salir al escenario a interpretar un papel importante con la convicción de que nadie podía interpretarlo mejor que él. Era él mismo y, sin embargo, no lo era. Se sentía inocente y libre, pese a que, de un modo consciente, planeaba cada uno de sus actos. Pero ya no sentía cansancio después de varias horas de fingir, como le había sucedido al principio. No tenía necesidad de relajarse cuando estaba a solas. Desde que se levantaba y entraba a cepillarse los dientes en el baño, él era Dickie, cepillándose los dientes con el brazo derecho doblado en ángulo recto, Dickie haciendo girar con la cucharilla los restos del huevo pasado por agua que tomaba para desayunar. Dickie, que, invariablemente, volvía a guardar en el armario la primera corbata que había sacado, poniéndose otra en su lugar. Incluso había pintado un cuadro al estilo de Dickie.

Patricia Highsmith: El talento de Mr Ripley. Capítulo 15
 
La falta de autenticidad de nuestro propio yo es fácilmente demostrable. Antropológicamente, las distintas culturas son fruto de semejanzas notables de carácter y hábitos; pues otros no serían aceptados o resultarían incómodos. Y así esa freaseología popular que dice "de tal palo tal astilla" o que "Dios los cría y ellos se juntan"; y otros dichos que, de repetidos, viene a confundirse con el saber (pensar que yo sé porque repito las frases de otro es como pensar que soy porque repito las formas y existencia de otro).
Por otro lado, el teatro del mundo es un tópico bien popular en el barroco europeo. El matiz de la persona como "máscara" es aún más antiguo. Desde un personaje nos observamos componiéndonos como otro personaje. Pero lo más frecuente es que, una vez dentro, lo normal es olvidar que hemos pasado de un personaje a otro, y pensamos que ese es siempre nuestro auténtico yo (pues es propio del yo ignorar su inautenticidad). Si uno contemplara la secuencia de sus máscaras, se indignaría por sus incoherencias y contradicciones, o simplemente las obviaría. Es lo que hacemos con los demás: nos indignamos porque olvidamos que no siempre son la misma persona, pensamos que se contradicen. Es lo que hacemos con nosotros mismos: nos obviamos porque sólo atendemos al personaje actual, pensamos que somos coherentes. Y en nuestro juicio (indignación u obviedad) incluso en nuestra sensación de prudencia: estamos absolutamente seguros de no cometer ninguna equivocación.
Nuestra humildad tiene la soberbia de creer que somos verdaderamente humildes. Y sin embargo es esa soberbia la que se mantiene en cada acto. Entenderemos aquí soberbia como ceguera, en la que no vemos los diferentes personajes que ocupamos. Creemos que sí, que el que piensa cuando está tumbado en el sofá es el mismo que piensa cuando está sentado ante su ordenador escribiendo. Creemos que uno tiene noticia del otro, que lo recuerda; pero lo más probable es que no sea así. La memoria es selectiva y, selectiva como es, no puede dar cuenta del ser que en ese momento decide no recordar. ¿Cómo, si no, el esfuerzo y la desgana con la que a veces pasamos de un papel a otro?: es como el actor que reconoce que ese otro no es exactamente su yo, sino otro personaje, y tiene que componerse, que disfrazarse. Una vez disfrazado, vuelta empezar.
La devoción con la que imitamos a nuestros ídolos, con la que copiamos sus detalles, con la que doblamos a un personaje, es parecida a la devoción con la que nos repetimos a nosotros mismos. Adoramos nuestra tristeza, nuestra desidia, nuestros gestos y rutinas con un narcisismo no reconocido, porque nunca recordamos que es a otro personaje al que una vez más queremos usurpar. Siempre creo que no es otro personaje, sino que soy realmente yo, y que siempre es así como soy y como hago las cosas. Incluso que es mi decisión.

Asimismo, con mi mejor italiano, les puse al corriente de que tú y Tom sois inseparables y les dije que no podía comprender cómo habían podido dar contigo sin dar con Tom.

Patricia Highsmith: El talento de Mr Ripley. Capítulo 19