lunes, 27 de agosto de 2012

El comentario de texto: FRANKENSTEIN de Mary Shelley

Mientras leía iba efectuando numerosas comparaciones con mis propios sentimientos y mi triste situación. Encontraba muchos puntos en común, y, a la vez, curiosamente distintos, entre mí mismo y los personajes acerca de los cuales leía y de cuyas conversaciones era observador. Simpatizaba con ellos y en parte los comprendía, pero yo no estaba intelectualmente formado; no dependía de nadie ni estaba vinculado a nadie. «La senda de mi partida estaba abierta», y nadie lloraría mi desaparición. Mi aspecto era espantoso y mi estatura gigantesca. ¿Qué significaba esto? ¿Quién era yo? ¿Qué era? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino? Constantemente me hacía estas preguntas a las que no hallaba respuesta.

Mary W. Shelley: Frankenstein o el moderno Prometeo;
Capítulo IV

En estos párrafos, Mary Shelley pone en boca del monstruo sin nombre unos comentarios de texto de tres obras: Las tribulaciones del joven Werther, de Goethe; Vidas paralelas de Plutarco; y El paraíso perdido de Milton. Concretamente, estas palabras se refieren a la primera de ellas, y se sirve de una cita del poema de su marido Percy Shelley "Sobre la mutabilidad". 
En muchas ocasiones he visto a alumnos y profesionales suplicar por unas directrices claras para hacer un comentario de texto. Bueno, pues en este ejemplo no se puede decir más claro lo que hay que hacer.

Ahora bien, echemos por tierra tanta claridad didáctica y atendamos a lo problemático de estas directrices. El comentario de texto viene a poner en relación al que lee tanto con lo que lee como con el mundo en el que se enmarca (mundo real y sentimental de autor, personaje y lector). Pero quién es quién, y quién soy yo, es una premisa que no viene a resolver el ejercicio del comentario, sino a remover el dedo en la llaga.
Porque el personaje construido por Mary Shelley también es bien contundente en esto. El monstruo sin nombre es el producto del ensamblaje de muchos cuerpos. Es además el efecto de una ambición y un deseo inhumano de su creador, del cual está separado, y del que nada queda en su memoria ni en su deseo ni en sus sentidos. Es un cuerpo viejo y un espíritu nuevo. Y como espíritu, también es el resultado de una amalgama de textos, de opiniones, de experiencias y recuerdos. El monstruo es, en una palabra, un monstruo.
¿A quién pues atañe la identidad con la que se relaciona lo que lee? Porque el monstruo que lee al Wether ya está hecho de esa lectura y está ya inmediatamente leyéndose a sí mismo. Y al notar la similitud y la diferencia entre ambos personajes, se hace a sí mismo un ser dividido que es y no es él mismo. Y por el otro lado, ¿con qué mundo va a relacionar su lectura que no sea su propio conocimiento y su propia lectura? Una vez más un mundo que no es él, pero del que sólo conoce lo que es él.
Si somos seres corporales, hechos de trozos de materia del mundo tomados de aquí y allá, y luego desechados y arrojados, y somos recuedos y memorias, y relatos de otros seres, cuerpos, relatos y memorias... y si al mirarnos, nos observamos, nos pensamos, nos recordamos y relatamos, somos inmediatamente el efecto de ese nuevo pensamiento... debemos deducir o bien que estamos inevitablemente inacabados o bien que somos los desesperados Tántalos o Saturnos de nosostros mismos, de nuestra identidad o al menos de aquello que creemos ser.
O bien construirnos como modernos Prometeos, capaces de escurrir cualquier deber.

En un comentario de texto, en toda empresa filosófica o científica, o económica o vital, esperamos con orgullo las soberanas conclusiones, las ideas rotundas que den sentido a nuestros descubrimientos. Pedestales de saber nuevo donde erigir todo el conjunto de nuestro saber. De nuestro ser. Pero no es difícil darse cuenta de que toda conclusión, como texto que es, como objeto, es inmediatamente susceptible de otro comentario de texto (gloriosa caterva de comentaristas de comentaristas que venimos siendo, barro de barro, sombra de sombras).
Y aunque siga siendo útil, y provechoso, y deseable, todo método, rigor y claridad expresiva en la elaboración de nuestras ideas; a fin de cuentas, lo que no deberíamos perder de vista, es el vertiginoso movimiento de esa ola y su inminente clausura en la que se ve arrebatada esta monstruosa canallada del ser.

-La serie completa de comentarios de Frankenstein en este blog:
  1. El fantasma.
  2. El saber.
  3. El deseo.
  4. El comentario de texto.
-Siempre en relación al monstruo como construcción creativa.

lunes, 20 de agosto de 2012

El deseo: FRANKENSTEIN de Mary Shelley

¿Quién puede concebir los horrores de mi trabajo secreto, hurgando en la húmeda oscuridad de las tumbas o torturando a algún animal vivo para intentar dar vida al barro inerte? Ahora me tiemblan las piernas con sólo recordarlo; entonces me espoleaba un deseo irresistible y casi frenético. Parecía haber perdido el sentimiento y sentido de todo, salvo de mi objetivo final. No fue más que un período de tránsito, que incluso agudizó mi sensibilidad cuando, al dejar de operar el estímulo innatural, hube vuelto a mis antiguas costumbres. Recogía huesos de los osarios, y violaba, con dedos sacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza humana. Había instalado mi taller de inmunda
creación en un cuarto solitario, o mejor dicho, en una celda, en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una galería y un tramo de escaleras. Los ojos casi se me salían de las órbitas de tanto observar los detalles de mi labor. La mayor, parte de los materiales me los proporcionaban la sala de disección, y el matadero. A menudo me sentía asqueado con mi trabajo; pero, impelido por una incitación que aumentaba constantemente, iba ultimando mi tarea.

Mary W. Shelley: Frankenstein o el moderno Prometeo;
Capítulo IV

El deseo, esa fuerza irrefrenable, esa estructura rota de la realidad, se mueve al margen de cualquier arbitrariedad cultural, moral, social, educacional... Tal vez esas coordenadas aparentes leyes nos sirvan para reconocierlo, describirlo, comentarlo; pero el deseo queda al margen de la tópica cultural, al margen de la sociedad y sus normas.
Y no es digamos, lo mismo que la naturaleza, que tiene sus leyes también, se rompe y crea, alimenta y tortura según su propio funcionamiento. Porque la naturaleza tiene un camino determinado, y podríamos imaginar predecible, estudiable, comprensible. El deseo, en cambio, también parece quedar al margen de la naturaleza. Aquí nuestro doctor se desvía de las leyes de la vida y la muerte. Y nuestra escritora tal vez pasara esas mismas noches obsesionada con su personaje, su creación, su fantasma, lejos de la necesidad natural, o el buen gusto moral.
Lo mínimo de nuestro deseo, se aferra a los objetos aprendidos y juzga lo nuevo o lo presente en función de esa estructura mínima de deseo. Así las resistencias, los prejuicios, las sanciones de todo lo que nos dicen "has hecho mal, esto no está bien, debería ser así". El deber como estado mínimo de deseo.
Porque con un poco de deseo más, el deseo obliga más que el deber. Y es así que se descubren nuevos mundos. Y no porque ese fuera el objeto del deseo. Porque difícil es saber realmente qué objeto hay detrás de esa fuerza, si es que hay objeto alguno, detrás alguno, espacio, cantidad.
Pero quién conoce a persona si quiera que no haya torturado así su pensamiento, no se haya sumergido en las profundas catacumbas de sí mismo y el otro, respirando en el ahogo de ese mal de amor. Lejos del mundo, lejos del cuerpo, lejos del pensamiento; porque el deseo se instala  "en una celda, en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una galería y un tramo de escaleras".