En la entrada anterior apuntaba que la falta de comprensión del significado nos rodea de caricaturas. Ahora he de precisar algo que tal vez moleste a los que confiaron en mi consejo anterior: siempre es así, nunca vemos ni describimos, sino que caricaturizamos. Dado que ninguno de nosotros es omnisciente, dado que nunca conocemos el significado de todo lo que nos rodea, siempre hay en nosotros una ignorancia que deforma la realidad. Asumir esto no es tan fácil, la mayoría piensa que sabe de lo que habla, que confía en que lo que ve es tal como lo ve.
La ciencia, también el discurso humanístico, ha pretendido alcanzar la objetividad, la descripción de un mundo exacta y sin contaminación del sujeto. ¿Quién puede aún creer que eso es posible? Decimos que algo es "tendencioso", hablamos de la "deformación profesional". Si pensamos en la comprensión y en la expresión como una elección, o mejor, como una cadena de elecciones, entre toda la red de isotopías cruzadas... si lo consideramos así, toda comprensión y toda expresión es una deformación. El orden de lo comprensible es una deformación de la realidad caótica e incomprensible.
Tanto lo ordenado como lo desmedido son intentos de expresar lo que existe. No son dos elementos separables. Los opuestos (bueno y malo, feo y hermoso, apolíneo y dionisíaco, positivo y negativo) son un andamiaje que nos permite comprender la realidad en devenir, contradictoria, evidente pero desconocida. Estamos rodeados de esquemas, ejes de coordenadas que nos sirven tanto para comprender lo que se ajusta a ellas, como para descubrir lo que no encaja.
En el ejercicio de hoy propongo la comparación de dos opuestos, para reconocer su oposición. Uno, el David de Miguel Ángel, podemos colocarlo dentro de los valores apolíneos del Renacimiento. El otro, la Belle Heaulmiére de Rodin, expresa la estética de lo dionisíaco propio del último Romanticismo. El primero está al comienzo de la recuperación clásica de la mimesis, el segundo se considera su culminador y el origen de la escultura contemporánea. Ahora bien, recordemos las desproporciones acusadas en la mano y la cabeza del David, y reconozcamos el impecable realismo de la obra de Rodin. No son, por tanto, piezas extremas, y las he escogido para poder establecer conexiones.
Como punto de partida, quiero aportar dos observaciones que me parecen interesantes. La primera es la extroversión del David, de mirada desafiante, hacia una realidad que está ahí fuera, pero que no está esculpida. Contrariamente, la vieja Heaulmiére se retuerce en una mirada introspectiva, se mira a sí misma, y nosotros vemos su propia mirada. Esto podemos verlo en otras obras de estos mismos autores (comparemos el Moisés y el Pensador, por ejemplo). El primero nos obliga a una trascendencia, mientras que el segundo se encierra en su subjetividad.
Por otro lado, si miramos el David desde distintos puntos de vista, su perfil apenas se modifica, su rectitud parece inalterable. El borde de Heaulmiére, en cambio, se contorsiona según se le mire de frente, de lado o de espaldas. La posición del espectador es más activa e insatisfecha en la obra de Rodin que en el David. En este sentido, quiero remarcaros una curiosa analogía, que nos conectará súbitamente con la próxima entrada:
La ciencia, también el discurso humanístico, ha pretendido alcanzar la objetividad, la descripción de un mundo exacta y sin contaminación del sujeto. ¿Quién puede aún creer que eso es posible? Decimos que algo es "tendencioso", hablamos de la "deformación profesional". Si pensamos en la comprensión y en la expresión como una elección, o mejor, como una cadena de elecciones, entre toda la red de isotopías cruzadas... si lo consideramos así, toda comprensión y toda expresión es una deformación. El orden de lo comprensible es una deformación de la realidad caótica e incomprensible.
Tanto lo ordenado como lo desmedido son intentos de expresar lo que existe. No son dos elementos separables. Los opuestos (bueno y malo, feo y hermoso, apolíneo y dionisíaco, positivo y negativo) son un andamiaje que nos permite comprender la realidad en devenir, contradictoria, evidente pero desconocida. Estamos rodeados de esquemas, ejes de coordenadas que nos sirven tanto para comprender lo que se ajusta a ellas, como para descubrir lo que no encaja.
En el ejercicio de hoy propongo la comparación de dos opuestos, para reconocer su oposición. Uno, el David de Miguel Ángel, podemos colocarlo dentro de los valores apolíneos del Renacimiento. El otro, la Belle Heaulmiére de Rodin, expresa la estética de lo dionisíaco propio del último Romanticismo. El primero está al comienzo de la recuperación clásica de la mimesis, el segundo se considera su culminador y el origen de la escultura contemporánea. Ahora bien, recordemos las desproporciones acusadas en la mano y la cabeza del David, y reconozcamos el impecable realismo de la obra de Rodin. No son, por tanto, piezas extremas, y las he escogido para poder establecer conexiones.
Como punto de partida, quiero aportar dos observaciones que me parecen interesantes. La primera es la extroversión del David, de mirada desafiante, hacia una realidad que está ahí fuera, pero que no está esculpida. Contrariamente, la vieja Heaulmiére se retuerce en una mirada introspectiva, se mira a sí misma, y nosotros vemos su propia mirada. Esto podemos verlo en otras obras de estos mismos autores (comparemos el Moisés y el Pensador, por ejemplo). El primero nos obliga a una trascendencia, mientras que el segundo se encierra en su subjetividad.
Por otro lado, si miramos el David desde distintos puntos de vista, su perfil apenas se modifica, su rectitud parece inalterable. El borde de Heaulmiére, en cambio, se contorsiona según se le mire de frente, de lado o de espaldas. La posición del espectador es más activa e insatisfecha en la obra de Rodin que en el David. En este sentido, quiero remarcaros una curiosa analogía, que nos conectará súbitamente con la próxima entrada:
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