¿Qué es lo que nos rodea? ¿Cómo podemos comprenderlo? Vemos una pantalla, semejante a otras pantallas. Vemos en ella ciertas esquinas semejantes entre sí, y también botones, cierta porosidad en la pintura de su superficie, un color determinado, tal vez signos, números... Mientras atendemos a sus detalles, la pantalla casi desaparece y al volver a ella obviamos los rasgos. Así percibimos, enfocando, creando isotopías. Nuestra percepción no es más que memoria. Si algo se parece, es lo mismo.
El otro día vi a una paloma que se dedicaba a recoger hojas secas del suelo y llevárselas. La paloma discriminaba su forma. Es frecuente ver a perros obsesionados con ciertos juguetes, que buscan, que esconden, que encuentran... reconocen su forma entre todos los objetos. La forma es aquello que podemos comprender en nuestra percepción de un objeto. Que un objeto dado tenga una determinada forma se debe a un proceso de fuerzas en el tiempo. Así sucede, aleatoriamente, con los elementos naturales: un objeto es el resultado del azar en el tiempo. Sin embargo, parece suceder a la inversa tanto en los objetos biológicos (siendo una mera ilusión la mayoría de las ocasiones), como (y aquí sí realmente) en los objetos artificiales. Dicho de otro modo: la forma de los objetos artificiales ha sido diseñada con un objetivo concreto, el de adaptarse a un proceso. Su forma estaba preestablecida.
Así, hemos de concluir que si ha habido un esfuerzo e intención de crear una forma determinada en un objeto, es porque dicha forma cumple una función. ¿Qué pensar de un adorno, entonces? ¿Qué pensar de una forma que no cumpla ninguna función determinada, sin utilidad práctica? Vemos que un objeto, y un vaso sería un ejemplo muy evidente, ha sido diseñado con un color con una curva determinada, sin que eso afecte al correcto o eficaz funcionamiento del objeto. ¿Por qué, entonces? Por esta necesidad de singularizar el objeto (algo que casi parece un instinto del ser humano) hemos de matizar nuestra comprensión de la forma, planteando la hipótesis de que, si no tiene función, ha de tener, por fuerza, significado.
(El problema es que nadie deja muy claro qué es el significado. Por un lado, están quienes desde Saussure nos hablan del significado como una referencia a un concepto mental o unidad psicológica en nuestro orden de pensamiento. ¿Cabría realmente separar "forma de la percepción" y "forma de la comprensión"? Otros, desde Wittgenstein, hablan del significado como "uso", atendiendo a cómo escogemos las palabras para designar cosas. En este sentido, no podemos obviar que en nuestra percepción tendemos a mirar las formas del paisaje asociándolo a significantes lingüísticos, y enfocándolos con ellos como si se tratara de unas lentes. Difícilmente podemos pensar sin el lenguaje. Podríamos decir que el significado es la relación de una forma con otra en nuestra mente. En Lingüística a esto (las relaciones entre elementos) se le llama "función", y hablamos de función comunicativa, función sintáctica, función semántica, función pragmática.)
El otro día vi a una paloma que se dedicaba a recoger hojas secas del suelo y llevárselas. La paloma discriminaba su forma. Es frecuente ver a perros obsesionados con ciertos juguetes, que buscan, que esconden, que encuentran... reconocen su forma entre todos los objetos. La forma es aquello que podemos comprender en nuestra percepción de un objeto. Que un objeto dado tenga una determinada forma se debe a un proceso de fuerzas en el tiempo. Así sucede, aleatoriamente, con los elementos naturales: un objeto es el resultado del azar en el tiempo. Sin embargo, parece suceder a la inversa tanto en los objetos biológicos (siendo una mera ilusión la mayoría de las ocasiones), como (y aquí sí realmente) en los objetos artificiales. Dicho de otro modo: la forma de los objetos artificiales ha sido diseñada con un objetivo concreto, el de adaptarse a un proceso. Su forma estaba preestablecida.
Así, hemos de concluir que si ha habido un esfuerzo e intención de crear una forma determinada en un objeto, es porque dicha forma cumple una función. ¿Qué pensar de un adorno, entonces? ¿Qué pensar de una forma que no cumpla ninguna función determinada, sin utilidad práctica? Vemos que un objeto, y un vaso sería un ejemplo muy evidente, ha sido diseñado con un color con una curva determinada, sin que eso afecte al correcto o eficaz funcionamiento del objeto. ¿Por qué, entonces? Por esta necesidad de singularizar el objeto (algo que casi parece un instinto del ser humano) hemos de matizar nuestra comprensión de la forma, planteando la hipótesis de que, si no tiene función, ha de tener, por fuerza, significado.
(El problema es que nadie deja muy claro qué es el significado. Por un lado, están quienes desde Saussure nos hablan del significado como una referencia a un concepto mental o unidad psicológica en nuestro orden de pensamiento. ¿Cabría realmente separar "forma de la percepción" y "forma de la comprensión"? Otros, desde Wittgenstein, hablan del significado como "uso", atendiendo a cómo escogemos las palabras para designar cosas. En este sentido, no podemos obviar que en nuestra percepción tendemos a mirar las formas del paisaje asociándolo a significantes lingüísticos, y enfocándolos con ellos como si se tratara de unas lentes. Difícilmente podemos pensar sin el lenguaje. Podríamos decir que el significado es la relación de una forma con otra en nuestra mente. En Lingüística a esto (las relaciones entre elementos) se le llama "función", y hablamos de función comunicativa, función sintáctica, función semántica, función pragmática.)
Los comentaristas tienden a considerar que toda forma es susceptible de ser comentada. Tanto más cuando disponemos para esas formas de algún significante con que nombrarlas. Así, el diseño de cualquier tipo de objetos está compuesto por toda una serie de filos, mangos, colores, capas, bordes, huecos, asas, materiales... Todas esas partes nos aportan información sobre el significado o función del objeto. El "cómo está hecho" nos lleva al "por qué es así" y "para qué puedo usarlo". En el lenguaje, la vieja Retórica se dedicó a poner significantes a todo un conjunto de formas que vertebraban el discurso lingüístico como objeto (o como se diría ahora, como "producto"). Son los denominados recursos estilísticos o figuras retóricas.
En este sentido, hay que resaltar la curiosa contradicción que podemos apreciar en nuestro actual sistema educativo. Por un lado, su preocupación más acuciante es conseguir que las nuevas generaciones sean más capaces de comprender todo tipo de textos y asimilarlos adecuadamente en su vida cotidiana. Por otro lado, se tiende a relegar, en una progresiva marginación de lo "literario" y lo "sintáctico", el estudio de las formas que vertebran el discurso. Superemos, pues, la contradicción de esta tendencia. No olvidemos las formas.
Aquí he propuesto un ejercicio simple. He dispuesto dos series de objetos: vasos y arcos. Sinteticemos su estructura básica, que es común en cada serie. Veamos, pues, cuál es la función básica o primitiva del objeto. Pero aún más interesante es separar, analizar, las diferencias. Algunas transformaciones responden a una función, a una utilidad. Otras en cambio, buscan señalar algo, responder a una estética o a una moda. La manera de hacer ciertas cosas responde a veces simplemente a la costumbre de hacer las cosas siempre igual, y también a eso llamamos "cultura".
La forma de un objeto nos habla de su cultura. Esto lo saben bien los arqueólogos. A través de un objeto, gracias a las implicaciones de su forma, podemos ver mucho de la realidad que lo rodeaba. Así, de una espada podemos sacar conclusiones sobre el belicismo de una sociedad: su tecnología, su artesanía, su economía, su estilo de vida... si la espada es hábil o pesada, torpe, si es precisa o responde a una fabricación en masa: ¿es la espada personal de un guerrero o el arma del soldado de un gran ejército regular? Algo así podemos deducir también en esta serie de objetos.
Una vez que hemos visto las peculiaridades de cada objeto podemos adentrarnos en la simbología del objeto en sí. El objeto, asociado a una serie de significantes de nuestro discurso, tiene significados que lo sobrepasan, debido a las complicadas relaciones que establecemos con el lenguaje: metáforas, metonimias, inversiones. Son procesos psicológicos que se manifiestan en nuestra manera de crear textos, tanto como en la manera en que comprendemos el gran texto del mundo. No es difícil intuir la simbología de los dos objetos que he escogido: cuencos y puertas.
Básicamente, un comentario de texto viene a ser esto. Observamos las formas que lo construyen. Buscamos su significado, y resaltamos de qué manera se han relacionado unos significados con otros. Es en esa relación donde hemos de buscar el auténtico significado. Si significar es relacionar formas, mientras vamos relacionando su parte con el gran discurso del mundo, que es nuestra propia y personal configuración de la realidad, el texto no deja de funcionar. Porque no sólo comentamos el objeto como texto, sino que comentamos su cultura como texto, y nos comentamos a nosotros mismos en la medida en que también pertenecemos a ese texto.
Debemos tener la costumbre de preguntarnos por el significado de las cosas. Es lo que realmente nos hace verlas. Pensemos cómo ve el mundo un diseñador... como un entramado de formas cargadas de historias. Es sin duda un paisaje hermoso, y todo, en cierta medida, es el mismo paisaje. De lo contrario, las cosas no son más que cosas, e incluso las personas mismas acaban siendo cosas, que el tiempo ha ido formando por azar. Cuántas veces oiremos quejarnos de que no se trata a las personas como personas, ¿por qué será? Es más, pronto el mundo se llena de muchos paisajes demasiado diferentes, irreconocibles, aterradores. Sin la pregunta por el significado, todo a nuestro alrededor, nuestro minúsculo paisaje personal, se desvanece en un sinfín de formas que acaban pareciéndose todas unas a otras, como fantasmas grises que empañaran nuestros ojos y nuestros oídos. El mundo acaba siendo entonces una basta caricatura de nuestras obsesiones.
En este sentido, hay que resaltar la curiosa contradicción que podemos apreciar en nuestro actual sistema educativo. Por un lado, su preocupación más acuciante es conseguir que las nuevas generaciones sean más capaces de comprender todo tipo de textos y asimilarlos adecuadamente en su vida cotidiana. Por otro lado, se tiende a relegar, en una progresiva marginación de lo "literario" y lo "sintáctico", el estudio de las formas que vertebran el discurso. Superemos, pues, la contradicción de esta tendencia. No olvidemos las formas.
Aquí he propuesto un ejercicio simple. He dispuesto dos series de objetos: vasos y arcos. Sinteticemos su estructura básica, que es común en cada serie. Veamos, pues, cuál es la función básica o primitiva del objeto. Pero aún más interesante es separar, analizar, las diferencias. Algunas transformaciones responden a una función, a una utilidad. Otras en cambio, buscan señalar algo, responder a una estética o a una moda. La manera de hacer ciertas cosas responde a veces simplemente a la costumbre de hacer las cosas siempre igual, y también a eso llamamos "cultura".
La forma de un objeto nos habla de su cultura. Esto lo saben bien los arqueólogos. A través de un objeto, gracias a las implicaciones de su forma, podemos ver mucho de la realidad que lo rodeaba. Así, de una espada podemos sacar conclusiones sobre el belicismo de una sociedad: su tecnología, su artesanía, su economía, su estilo de vida... si la espada es hábil o pesada, torpe, si es precisa o responde a una fabricación en masa: ¿es la espada personal de un guerrero o el arma del soldado de un gran ejército regular? Algo así podemos deducir también en esta serie de objetos.
Una vez que hemos visto las peculiaridades de cada objeto podemos adentrarnos en la simbología del objeto en sí. El objeto, asociado a una serie de significantes de nuestro discurso, tiene significados que lo sobrepasan, debido a las complicadas relaciones que establecemos con el lenguaje: metáforas, metonimias, inversiones. Son procesos psicológicos que se manifiestan en nuestra manera de crear textos, tanto como en la manera en que comprendemos el gran texto del mundo. No es difícil intuir la simbología de los dos objetos que he escogido: cuencos y puertas.
Básicamente, un comentario de texto viene a ser esto. Observamos las formas que lo construyen. Buscamos su significado, y resaltamos de qué manera se han relacionado unos significados con otros. Es en esa relación donde hemos de buscar el auténtico significado. Si significar es relacionar formas, mientras vamos relacionando su parte con el gran discurso del mundo, que es nuestra propia y personal configuración de la realidad, el texto no deja de funcionar. Porque no sólo comentamos el objeto como texto, sino que comentamos su cultura como texto, y nos comentamos a nosotros mismos en la medida en que también pertenecemos a ese texto.
Debemos tener la costumbre de preguntarnos por el significado de las cosas. Es lo que realmente nos hace verlas. Pensemos cómo ve el mundo un diseñador... como un entramado de formas cargadas de historias. Es sin duda un paisaje hermoso, y todo, en cierta medida, es el mismo paisaje. De lo contrario, las cosas no son más que cosas, e incluso las personas mismas acaban siendo cosas, que el tiempo ha ido formando por azar. Cuántas veces oiremos quejarnos de que no se trata a las personas como personas, ¿por qué será? Es más, pronto el mundo se llena de muchos paisajes demasiado diferentes, irreconocibles, aterradores. Sin la pregunta por el significado, todo a nuestro alrededor, nuestro minúsculo paisaje personal, se desvanece en un sinfín de formas que acaban pareciéndose todas unas a otras, como fantasmas grises que empañaran nuestros ojos y nuestros oídos. El mundo acaba siendo entonces una basta caricatura de nuestras obsesiones.
Gracias. Muy clarificador: excepto lo del objeto como producto del azar en el tiempo. Ya lo utilizaré para el Quijote como sugieres.
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