Estoy tentado de recorrer aquí todos sus detalles minuciosamente; pero, al mismo tiempo no quisiera alargarme prolijamente con obviedades que pueden ir descubriendo cada uno. Buscaré un equilibrado término medio.
- La imagen: El montaje es impecable. El juego de las direcciones es magnífico. Obsérvese cómo al caminante casi se le mira desde todas las perspectivas posibles, empezando desde el suelo y acabando desde el sol. Simbólicamente es muy interesante: El deseo del individuo por escapar (ascender) y la imposibilidad y el fracaso por “el peso del sol” (recordemos el mito de Ícaro). También, es interesante el juego entre lo individual y lo social.
La multitud es algo muy básico (casi animal, cuando vemos a los camellos bebiendo), pero se estructura, se jerarquiza en torno a valores individuales (los jeques, o el propio Lawrence).
Pero lo mejor es el desierto. Esa imagen constante, de un azul y un blanco casi puros. Podrían ser perfectamente cuadros del arte abstracto del siglo XX. Una inmensidad en la que el hombre y su deseo son apenas un punto. - El sonido: Hasta el minuto 4, la música es en realidad un efecto sonoro, que consigue transmitir la angustia en los pasos y el corazón del caminante (percusión) y la fuerza del sol (el clúster orquestal). Entre los minutos 4 y 6 sí vemos el tema principal de la película creciendo como la esperanza del muchacho. Parece que es la música la que empuja al muchacho, y la que nos hace vislumbrar a Lawrence aparecer como un punto en el horizonte. Como si la realidad fuera más un producto de nuestra elaboración que de nuestros sentidos. Y es perfecta la forma en que el tema se desarrolla en el encuentro, sin duda, la imagen culminante de toda la secuencia: de una elegancia que roza lo sublime.
- La palabra: No hay palabra. En toda la secuencia no hay palabras, sólo miradas. Las miradas de los personajes guían la mirada del espectador y el juego de plano-contraplano. Es un verdadero desierto sin lenguaje. De pronto, surgen los vocativos: los nombres. Durante un buen rato sólo se oyen nombres. Cada uno llama al otro y no hay más que ese reconocimiento: el reconocimiento del otro. Es en el enfrentamiento dialéctico entre Omar Sharif y Peter O’Tool cuando surge el emblema del personaje de Lawrence: “Nothing is written”. Justo después de esta secuencia viene la glosa de lo que ya ha sucedido: la transformación de “Lawrence” en “Al-Orens”.
Una vez más vemos el rescate del sujeto por un elemento salvador, como vimos en la escena de Blade Runner. Y una vez más observamos un rescate hacia la palabra. El individuo nace y vive arrastrando una carga biológica y cultural que lo oprime. Es magnífica esa imagen del caminante, que se va desprendiendo progresivamente de lastres, perdiendo defensas. Nos recuerda el peso del camino de Jorge Manrique (copla V). El propio esfuerzo por sobrevivir, tanto en lo biológico como en lo discursivo acaba por oprimirlo, pues realmente no hay nada: uno y otros son desiertos.
Y sin embargo, hay algo exterior que nos salva, nos saca del desierto y nos da un sentido (nos da un nombre) y da sentido al mundo (pone palabras). Pero, ¿esto qué quiere decir? Hemos de seguir desarrollando el mito de Ícaro. En la medida en la que el individuo está dentro del discurso, esto es, los vaivenes de la necesidad, los impulsos, y las confusas intenciones de nuestro cuerpo y nuestra cultura, zarandeado por palabras que en realidad no entiende, realmente el individuo está perdido. Podría hacer cualquier cosa que haya aprendido y nada más. Un soldado de nuestra educación. ¿Y era realmente tan fundamental conquistar Áqaba?
Por tanto es imposible abandonar por uno mismo el laberinto que somos. En esa confusión el laberinto no nos deja ser libres, nos oprime: el sol (la verdad) es un laberinto que cercena nuestras alas. Sólo es posible aguardar la llegada del héroe: el Otro. Dédalo debería haber dotado a Ícaro de paciencia y esperanza, para confiar en la llegada de un Teseo o un Hércules (como sucedió con Prometeo o el propio Teseo).
Y tal vez todo esto sólo sean, ilusiones, fantasmas, espejismos. Es realmente conmovedor ese desvestirse: ir perdiendo las defensas y los símbolos de lo que hemos sido y creíamos conocer. Movidos por el deseo no queda sino perder, ir perdiendo muros del laberinto, hasta llegar a un momento donde no se puede decir otra cosa; el verdadero desierto, lo terriblemente esperanzador: “no hay nada escrito”.
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