¿Hay alguien, Señor, de alma tan grande, unido a ti con tan gran afecto; hay alguien, digo -pues también esto puede producirlo cierta locura-; hay, repito, alguien que unido a ti con piadoso afecto llegue a tal grandeza de ánimo que tenga en poco los potros y garfios de hierro y demás instrumentos de tortura -por huir de los cuales se te dirigen súplicas de todas las partes del mundo- y así, aún amando a los que amargamente los temen, se ría de ellos como se reían nuestros padres de los tormentos con que de niños éramos afligidos por nuestros maestros? Porque, en verdad, ni los temíamos menos ni te rogábamos con menos fervor que nos los evitaras. Y, sin embargo, pecábamos escribiendo, leyendo, o estudiando menos de lo que se exigía de nosotros. Y no era ello por falta de memoria o ingenio, que para aquella edad me los diste, Señor, bastantemente, sino porque me deleitaba el jugar, aunque no otra cosa hacían los que castigaban esto en nosotros. Pero los juegos de los mayores se llaman negocios, en tanto que los de los niños eran castigados por los mayores, sin que nadie se compadeciese de los unos ni de los otros ni de ambos. A no ser que haya un buen árbitro de las cosas que apruebe el que me azotasen porque jugaba a la pelota y con este juego impedía que aprendiera más prontamente las letras, con las cuales de mayor había de jugar más perniciosamente. ¿O es que acaso hacía otra cosa el mismísimo que me azotaba, quien, si en alguna cuestioncilla era vencido por algún colega suyo, era más atormentado de la cólera y envidia que yo cuando en un partido de pelota era vencido por mi contrincante?
Agustín de Hipona. Confesiones. Libro I, Capítulo 9 (párrafo 15).
-Puede consultarse la versión original en latín: Augustini Confessionum, (I.9.15)-
En estos días, en los que la Educación o el sistema educativo es un tema candente; en los que una economía penélope teje y desteje nuestro futuro; en estos días, en los que no hemos sabido darle un buen lugar a nuestra mejor generación de jóvenes (nunca tantos habían crecido rodeados de tanto saber, de tanta paz y tanto bienestar); en estos días, digo, las voces antiguas nos hacen recordar lo poco que hemos aprendido.
Ocio Negocio. El texto de Agustín se estructura en torno a una ironía ineludible, que curiosamente se destapa en la traducción: "pecábamos escribiendo, leyendo o estudiando" (et peccabamus tamen minus scribendo aut legendo aut cogitando de litteris quam exigebatur a nobis). Por un lado, dice que pecaba por preferir el juego y descuidar así sus estudios; pero, por otro, considera también un error enfocar esos estudios a un juego aún más perverso: el juego de los negocios y el juego de la política. Sabido es el afán del padre de Agustín por que su hijo llegara a ser un hombre notable de la vida pública. En este sentido, la crítica de Agustín va dirigida al padre, en sus múltiples sentidos: a su progenitor, a sus educadores, a su sociedad, a su cultura, a su dios...
Estado de bienestar. En nuestros tiempos, no tan distintos de aquellos estertores del mundo latino, las vidas de las personas se tensan entre dos valores predominantes: el trabajo y la diversión. Ambos son necesarios y fundamentales y se sirven el uno al otro. Sin embargo, en nuestra sociedad se han hecho opuestos, son dos polos tan antagónicos que se han radicalizado: hay quien vive exclusivamente para el trabajo, mientras otros viven exclusivamente para la diversión. Las personas son devoradas por ambos agujeros negros. Su individualidad, su singualaridad, se disgrega en función de un saber mal enfocado. La expresión "estado del bienestar" refleja esa paradoja: el bienestar ya no es un bien para permitirnos una vida digna, sino que es el "bien" sobre el que se levanta nuestra maquinal economía. Unos se destruyen tranbajando, otros se destruyen divirtiéndose; pero simplemente se destruyen.
Así pues, ¿qué educación reciben los niños? ¿Cómo pedirles así que renuncien a sus juegos, a su bienestar, cuando los propios adultos venden su alma por ese bienestar, por esos juegos? ¿Qué es lo que han aprendido aquellos que hoy emplean su tiempo en ver cómo aumentan sus cotizaciones, en acumular "bienes" suntuosos, en aprovecharse del deseo de bienestar de los demás para satisfacer el pozo sin fondo de su propio deseo? El niño que deja los juegos para estudiar, siente que está traicionando a su sociedad. El niño que estudia para algo que no sea útil (útil para el juego de los adultos), sabe que está traicionando a su sociedad. Y, ¿qué quiere un niño sino ser acogido en el juego con sus amigos?
Así era la educación hace 1700 años. Así vuelve a ser. El alumno tiene que aguantar que su maestro le diga "cállate y trabaja" mientras el profesor no para de hablar y de quejarse por su trabajo. "Trabaja para ser un gran jugador".
Veo los debates de los periodistas, jugar con su saber como juegan los niños con la pelota en el recreo... el que falla tiene que correr hasta la valla soportando apaleos. En la política, veo las mismas disputas, las mismas intrigas, las mismas triquiñuelas que en los envidiosos, celosos y vengativos niños. Y en muchos empresarios, los mismos afanes ridículos por ser el más rápido, el más gracioso, el más fuerte, el más aplaudido. ¿Qué han aprendido sino a regatear mejor, a saltar con más gracia, a sortear mejor los intereses?
Y veo en tanta gente anónima el verdadero sentido de nuestra civilización. Gente humilde, no muy sabia, no muy brillante, que trabaja muy duro sólo para que sus hijos puedan estar en la escuela y puedan divertirse. Y es terrible que no sepan cuál es el sentido de lo uno ni de lo otro. Ahora pienso, que los niños no van a la escuela para conseguir un trabajo; sino que es al revés. Somo nosotros, los adultos, quienes trabajamos para que los niños puedan ir a la escuela. Porque ese es el sentido de nuestra civilización: aprender. Para eso trabajamos y para eso nos divertimos, para permitirnos y permitirles un momento más con que aprender.
Y el que no quiere aprender, no quiere ser humano. Y no hay un ser humano que no quiera aprender.
"Pues por aquel entonces sabía yo mamar y asentir a los goces, llorar las molestias corporales, y nada más".
Agustín de Hipona. Confesiones (I.6.7.)
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