domingo, 24 de enero de 2016

LA TRADICIÓN. Derrida: LA TARJETA POSTAL

Esto es un timbre. Firmaron nuestro reconocimiento de deuda y ya no podemos no reconocerla. Lo mismo nuestros propios hijos. Eso es la tradición, la herencia que vuelve loco. La gente ni siquiera lo sospecha, no necesita saber que paga (transferencia automática) ni a quién paga (el nombre o la cosa: nombre es la cosa) cuando hace cualquier cosa, la guerra o el amor, cuando especula sobre la crisis de la energía, construye el socialismo, escribe novelas, abre campos de concentración para poetas u homosexuales, compra pan o secuestra un avión, se hace elegir por votación secreta, entierra a los suyos, critica a los medios masivos de comunicación sin ton ni son, dice tonterías sobre el chador o el ayatolá, sueña con un gran safari, funda revistas, imparte cátedra o mea junto a un árbol. Puede incluso no haber oído nunca el nombre de p. y de S. (fíjate, de pronto los veo muy vivarachos). Mediante múltiples tipos de relevos culturales, es decir postales, pagan su impuesto, y para eso no se necesita ser acusado de “platonismo”, y aunque hayas trastocado el platonismo (míralos, voltea la tarjeta, cuando escriben cabeza abajo en el avión). Claro está que el impuesto lo reciben meros nombres, es decir nadie (aunque fijándose bien, en el caso de los “vivos” no ocurre algo totalmente, radicalmente diferente), puesto que ambos pilotos se han ido ya, meros sujetos, sometidos, subyacentes a sus nombres, como efigie, la cabeza cubierta por el nombre.

Jacques Derrida: LA TARJETA POSTAL de Sócrates a Freud y más allá
Parte I: "Envíos". "10 de septiembre de 1977"

   Siempre me ha maravillado comprobar cómo los temas que consideramos tan actuales tenían ya la misma vigencia tiempo ha. Por eso permanezco atado a los clásicos. Si así certifico que el mundo permanece inalterable en su esencia, eso es interpretación. Que así disfruto encontrando puertas y pasillos hacia el pasado creando un laberinto de tiempo, eso es interpretación. Es que despliego implacable la capa del discurso volviendo invisible el objeto instantáneo de la vivencia, sea eso también interpretación.
   He aquí un ejemplo de lo fácil que es modelar la plasticidad del lenguaje para configurar un discurso interpretativo. Con pocas pizcas, sutiles pinceladas, de metáfora, metonimia, ironía, ordenamos el trozo del mundo que debiera ser pura e inocente enumeración. ¡Ay el deber ser! Y como ni siquiera el diccionario se salva de la deriva mafórica-metonímica, irónicamente creemos que tiene 
razón,
creemos
en él. He ahí el misterio de la representación. Por otra parte, no sé qué tiene de misterioso que cualquier cosa pueda ser representación de cualquier otra. Léase bien: no ya que el principio de arbitrariedad campe (campee) libremente a sus hanchas, sino todo lo contrario. En cada representación recae la imperiosa sensación de que esa y no otra es la fuerza del enlace, la naturaleza del vínculo, la tensión intencional.
   La presión del determinismo físico y cultural caótico en pugna con la torpeza interpretativa de la representación. ¿He ahí la dicotomía, el bipartidismo, el manierismo-maniqueo, el dilema del bien y el mal, más o menos? Todas esas fuerzas que quisiéramos nombrar acaban en nuestra dicción queriendo ser unificadas en una nítida intención. Esa es la deuda, o la falta, o el enigma, o la falla, etc, sobre la que pisa en falso el pie foro-nímico (léase metáfora y metonimia como pie métrico del sentido). 
   Y ni siquiera sea un esfuerzo organizador, una intención intencional. El espejismo de una cascada de tradiciones que por referencial carece de autorreflexividad. El espejo es un mito. La traducción, una traición. 


"míralos cuando escriben cabeza abajo en el avión"

 
 
He aquí un ejemplo de lo fácil que es. 

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