..... Pero allí estaban los libros y allí los hombres que más profundamente habían penetrado en ella y que sabían más. Acepté todo lo que afirmaban y me convertí en su discípulo. Quizá parezca extraño que esto sucediese en pleno siglo XVIII, pero mientras seguía la rutina de los cursos en los colegios de Ginebra, adquirí por mi propia cuenta una sólida base en lo que se refería a mis estudios predilectos. Mi padre no poseía un espiritu científico, así que tuve que luchar a solas con mi sed estudiatil de conocimientos y la ceguera de un niño. Bajo la dirección de los nuevos prececptores que había elegido, me lancé con la mayor diligencia a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida; pero no tardó este último en acaparar todo mi interés. La riqueza era un objetivo inferior; en cambio, ¡qué gloria conseguiría si lograba desterrar la enfermedad del cuerpo humano, y volver al hombre invulnerable a todo, salvo a la muerte violenta!
..... Pero no eran éstos mis únicos proyectos. El poder de convocar espectros y demonios era algo que mis autores preferidos postulaban que era fácil de conseguir, y a ello me apliqué con la mayor ansiedad; y si mis conjuros no lograron su objetivo, atribuí el fracaso más a mi propia inexperiencia y a mis errores que a la falta de habilidad y de veracidad en las teorías de los maestros. Y así estuve un tiempo dedicado al estudio de sistemas superados, mezclando como un inepto mil teorías contradictorias y debatiéndome desesperadamente en un auténtico cenagal de conocimientos heterogéneos, guiado por una ardiente imaginación y un raciocinio infantil, hasta que un accidente cambió de nuevo el curso de mis ideas.
Mary W. Shelley: Frankenstein o el moderno Prometeo;
Capítulo I
Pues sí, a estas alturas del siglo XXI parece mentira que no nos hayamos alejado tanto de esa frontera nebulosa entre el saber científico y la superstición.
Porque la diferencia no está tanto en el contenido de ambos discursos, siempre saberes parciales; sino, creo yo, en la actitud. El científico es, además de un saber, un no-saber; y no suele olvidar esto. La superstición levanta sobre la excusa del no-saber, un saber, y olvida con facilidad su profunda ignorancia. En este sentido, el jovencito Víctor actúa más como un científico, a pesar de que levante su investigación en discursos esotéricos. Porque a fin de cuentas, ¿cómo distingue un niño entre un verdadero saber y un falso saber, cuando sólo tiene acceso a los discursos?
Y nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI ¿tenemos acceso a los hechos? Hace unas semanas dieron por descubierto el bosón de Higgs. ¿Es entonces un hecho? Como lo fue el átomo, el electrón, la energía misma, la masa ¿son hechos? La memoria del agua ¿es un hecho? La desmedida fe o el desmedido escepticismo con que nos entregamos a tales discursos ¿qué dice de nosotros?
Porque no sólo está el mundo físico. Al adentrarnos en la persona, en la palabra, en el discurso, proliferan los fantasmas. Leer es el arte de invocar a los espíritus. El que comenta textos vive "su tiempo dedicado al estudio de sistemas superados, mezclando como un inepto mil teorías contradictorias". ¿Hay otra manera que no sea ésta, debatiéndonos en un "auténtico" cenagal de conocimientos heterogéneos?
Para comprender ese sencillo objeto de lo que somos.
Al monstruoso ser tejido de retales de saber al que pretendemos dar por vivo.
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