viernes, 29 de mayo de 2009

Lope de Vega: de AMARILIS


No quedó sin llorar pájaro en nido,
pez en el agua ni en el monte fiera,
flor que a su pie debiese haber nacido
cuando fue de sus prados primavera;
lloró cuanto es amor y hasta el olvido
a amar volvió por que llorar pudiera,
y es la locura de mi amor tan fuerte
que pienso que lloró también la muerte.

Con esta octava real de la égloga Amarilis, de Lope de Vega, suelo explicar la transformación de la estética renacentista en la barroca, a mis alumnos de bachillerato. Prescindiendo de la anécdota biográfica (amor y muerte de Marta de Nevares), nos centramos en la simbología de los elementos escogidos en esta estrofa.
Tanto la composición métrica (simétrica en la disposición de endecasílabos melódicos, sáficos y heroicos), como la disposición de recursos (quiasmo en v. 2, hipérbaton en v. 3-4 y 6, políptoton y encabalgamiento en v. 5-6...) ofrecen una disposición ordenada y ajustada, muy del gusto renacentista (ya manierista). Sin embargo, el contenido sufriente de los versos desborda el intento de armonía de la composición.
Predomina la enumeración de personificaciones que todo lo convierten en un duelo. El mundo concreto, mediante la típica asociación de los animales con los elementos de la naturaleza, la flor como símbolo de la belleza efímera de la juventud, ocupan los cuatro primeros versos. Allí está la referencia a ella ("su pie", "sus prados"). La segunda parte muestra un mundo abstracto, presidido por el amor, que es locura. Aquí está la presencia del yo ("mi amor", "pienso"). La enumeración evoluciona hacia un sentimiento cada vez más intenso, culminando en la hipérbole final.
Aunque las formas y el estilo son idénticos a las maneras renacentistas, el sentimiento está muy lejos de la exposición serena que ha de desembocar en un locus amoenus. Al contrario, en la égloga, Lope lo hace al revés: primero expone el locus y luego le obliga a sucumbir al llanto con esta estrofa. Con todo, Lope aún no llega a los extremos retóricos de Góngora o Quevedo, los dos grandes exponentes de la lírica barroca. Por eso considero esta octava adecuada para ejemplificar la continuidad y el giro que supone la estética barroca desde la clásica.
  • La muerte de la belleza: Lo dicho. Mientras el Renacimiento, guiado por las derectrices de la imitatio y el decoro, buscaba armonizar Belleza y Verdad, mediante el elegante juego de equilibrios y simetrías asociados con el locus amoenus, el carpe diem o la donna angelicata, en el Barroco esa conexión se ha roto. Continúa el esfuerzo constructivo, pero la belleza sigue quedando ausente y el dolor no es aliviado, sino que inunda todo el paisaje.
  • La necesidad de completud: con la muerte del principio estético clásico, tanto el paisaje como la labor constructiva quedan huérfanos. Desaparecida la conexión entre belleza y verdad, el vacío se antoja insoportable y crece el esfuerzo por llenar todo hueco tanto en el paisaje (y comprobamos cómo en el Barroco se multiplican los temas y referentes) como en la labor constructiva ("Barroco" designa precisamente ese recargamento de querer llenar y llenar con adornos una inacabable insuficiencia). Este poema refleja ya esos juegos por querer tapar huecos, ese deseo de querer crear a toda costa sistemas estables y cerrados dando, como paradójico resultado, monstruosas figuras de mescolanzas.
  • El impulso de lo irracional: El Barroco es un dolorido alarde ante todo fracaso de la razón. No es que sea insuficiente, sino que es permanentemente derrotada por una realidad cargada de valores negativos: fealdad, vileza, falsedad. Con todo, sigue habiendo en el espíritu barroco un profundo deseo de que los valores renacentistas sean los verdaderos. Constantemente se deja ver en los poetas del siglo XVII la angustia por unos valores que aman y se desmoronan. Esa angustia suele transformarse en una crítica moralista; que, también irónicamente, es fiel colaboradora de la irracionalidad, en cuanto deformación tópica del estoicismo clásico.


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