Tom se puso tenso. Era como un gramófono que estuviese sonando dentro de su cabeza, como un pequeño drama que se estuviera representando allí mismo, en la sala de estar, sin que él pudiera hacer nada para interrumpirlo. Podía verse a sí mismo de pie, junto a las enormes puertas que se abrían al vestíbulo principal, hablando con la policía y con míster Greenleaf. Podía oír su propia voz y ver que le creían.
Pero lo que parecía aterrorizarle no era aquel diálogo, ni la alucinante creencia de haberlo hecho (porque sabía que no era así), sino el recordarse a sí mismo de pie ante Marge, con el zapato en la mano e imaginándose todo aquello de un modo frío y metódico. Y el hecho de que hubiese sido la tercera vez. Las otras dos veces eran hechos, no frutos de su imaginación. Podía decirse que no había querido hacerlo, pero lo había hecho, ésa era la verdad. No quería ser un asesino. A veces llegaba a olvidarse por completo de que había asesinado. Pero a veces, como le estaba sucediendo en aquellos momentos, le resultaba imposible olvidar. Sin duda, aquella noche lo había conseguido durante un rato, al pensar sobre el significado de las posesiones y sobre por qué le gustaba vivir en Europa.
Pero lo que parecía aterrorizarle no era aquel diálogo, ni la alucinante creencia de haberlo hecho (porque sabía que no era así), sino el recordarse a sí mismo de pie ante Marge, con el zapato en la mano e imaginándose todo aquello de un modo frío y metódico. Y el hecho de que hubiese sido la tercera vez. Las otras dos veces eran hechos, no frutos de su imaginación. Podía decirse que no había querido hacerlo, pero lo había hecho, ésa era la verdad. No quería ser un asesino. A veces llegaba a olvidarse por completo de que había asesinado. Pero a veces, como le estaba sucediendo en aquellos momentos, le resultaba imposible olvidar. Sin duda, aquella noche lo había conseguido durante un rato, al pensar sobre el significado de las posesiones y sobre por qué le gustaba vivir en Europa.
Patricia Highsmith: El talento de Mr. Ripley, capítulo 26
Se dice "instinto asesino". Si realmente existieran los instintos, habría que asumir que todos los humanos estamos impregnados de ese impulso. Ejemplos a favor encontramos en la agresiva rivalidad sexual de los mamíferos masculinos o, sin más, la rutina depredadora que, como simios de mirada binocular, debiéramos comportar. Argumentos en contra debiera de proponer la ciencia genética, que daría dudosa viabilidad a la teoría de los instintos.
Si no es instinto, el impulso asesino y su represión queda a cargo de la educación o de la formación del individuo. Los niños no tienen compasión con sus juguetes, con moscas y lagartijas. Los celos infantiles tienen una fuerza mitológica. No pueden matar porque no tienen fuerza o habilidad suficiente; para cuando la tengan, posiblemente ya han interiorizado que su sociedad más cercana no lo permitiría fácilmente.
La cultura no siempre ha tratado igual el asesinato. Pronto apareció, suponemos, un "no matarás"; sin embargo, tardaron en desaparecer los sacrificios, las ejecuciones, las guerras. Hay ciertas situaciones donde algunas culturas siguen tolerando el asesinato como acto. Hay contextos culturales donde se sigue recurriendo al asesinato como idea. En la ficción, parece un recurso imprescindible.
Así pues, en esas dimensiones múltiples que habita el ser humano, aún estamos en esa conquista del tabú ancestral: desde que nace, el asesinato forma parte de sus naturalezas.
En este fragmento de la novela se resalta la irrealidad del acto asesino. El personaje fantasea con la posibilidad de asesinar, además, recuerda haber asesinado. Por otro lado, comprueba que en esta ocasión no lo ha hecho, además fantasea con la sensación de haber olvidado y fantasea las convincentes explicaciones que daría para demostrar que no hubiera asesinado cuando lo hubiera hecho realmente.
El confuso juego de realidad-ficción al que nos lleva el personaje se adereza con la sensación de frialdad o normalidad con la que Tom vive el asesinato. No hay rastro del pretendido tabú; sólo el peligro claro de ser descubierto.
Un elemento aún más importante: "sin que él pudiera hacer nada para interrumpirlo". El asesinato hubiera sido en ese momento el recurso desesperado (tanto como lógico) de una secuencia de hechos que no puede controlar. Tampoco puede controlar su propia fantasía y emotividad (ahora podría delatarle), cuando su primer asesinato, el de Dickie, sí que fue impulsado por su emotividad. Llegado el momento, ¿qué detendría al asesino que sabe a ciencia cierta que puede salirse con la suya?¿El tabú nos controla acaso sin que podamos evitarlo? Si fuera así, ¿de dónde viene?, porque tabú no es instinto ni es exactamente razón. El tabú es una fantasía social o cultural que da al acto su carácter reprobable, criminal, prohibido, imposible.
Y lo más terrible -hoy me parece de este áspero asunto- ¿dónde situar al sujeto de la decisión? El que asesina cuando la lógica de los hechos se impone, ¿qué margen no le debe a la determinación de los hechos? El que se reprime tan sólo por la eficacia del tabú, ¿qué margen no le debe a la determinación del tabú?
Con un gesto brusco, se volvió sobre un costado, y apoyó los dos pies en el sofá, sudando y temblando, preguntándose qué le estaba pasando, qué le había pasado; si al día siguiente, al ver a míster Greenleaf, empezaría a soltar una serie de incoherencias sobre Marge cayéndose en el canal y él gritando para pedir ayuda, luego tirándose al agua sin poder encontrarla. Aunque Marge estuviera allí con ellos, temía perder el control de sí mismo y delatarse como un maníaco.
Patricia Highsmith: El talento de Mr. Ripley, capítulo 26
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