domingo, 23 de junio de 2013

La mujer: JANE EYRE, de Charlotte Brontë

I
Aquel día no fue posible salir de paseo. Por la mañana jugamos durante una hora entre los matorrales, pero después de comer (Mrs. Reed comía temprano cuando no había gente de fuera), el frío viento invernal trajo consigo unas nubes tan sombrías y una lluvia tan recia, que toda posibilidad de salir se disipó.
Yo me alegré. No me gustaban los paseos largos, sobre todo en aquellas tardes invernales. Regresábamos de ellos al anochecer, y yo volvía siempre con los dedos agarrotados, con el corazón entristecido por los regaños de Bessie, la niñera, y humillada por la consciencia de mi inferioridad física respecto a Eliza, John y Georgiana Reed.
Los tres, Eliza, John y Georgiana, se agruparon en el salón en torno a su madre, reclinada en el sofá, al lado del fuego. Rodeada de sus hijos (que en aquel instante no disputaban ni alborotaban), mi tía parecía sentirse perfectamente feliz. A mí me dispensó de la obligación de unirme al grupo, diciendo que se veía en la necesidad de mantenerme a distancia hasta que Bessie le dijera, y ella lo comprobara, que yo me esforzaba en adquirir mejores modales, en ser una niña obediente. Mientras yo no fuese más sociable, más despejada, menos huraña y más agradable en todos los sentidos, Mrs. Reed se creía obligada a excluirme de los privilegios reservados a los niños obedientes y buenos.
-¿Y qué ha dicho Bessie de mí? -interrogué al oír aquellas palabras.
-No me gustan las niñas preguntonas, Jane. Una niña no debe hablar a los mayores de esa manera. Siéntate en cualquier parte y, mientras no se te ocurran mejores cosas que decir, estate callada.


Charlotte Brontë: Jane Eyre (1847), Capítulo I

  • -El largo paseo. Hay una clara ironía que da aviso desde el principio del libro. El primer párrafo nos predispone a una decepción por el paseo frustrado. Pero Jane se alegra de no darlo (¿está mejor en casa?).
    Más adelante, su insistencia en caminar a pie largos trayectos será una de las características del personaje, resaltada además por los comentarios de Mr. Rochester. Y para colmo, nos ofrece la tortuosa caminata entre Thornfield y Moor House.
    Lo que en un sentido es conciencia de inferioridad (ante la naturaleza, ante la sociedad, ante sí misma), es en otro vivencia de su independencia. Una consideración aglutinada y paradójica, pero intensa: debilidad y fuerza.
    La vida es un largo paseo.
  • -La orfandad. El hogar es un paraíso a conquistar, del que se comienza excluido. Jane está constantemente "fuera de lugar". Y, sin embargo, "pertenecer" es un anhelo tan deseado como rechazado.
    Thornfield es la casa de los afrancesados y apasionados Rochester. Moor House es el hogar de los anglicanísimos Rivers. Pasión vital y pasión cultural separados en dos lugares de la novela y unidos por el temperamento exigente de Jane Eyre.  
  • -Los secretos. Jane ve en ese compromiso espiritual con John Rivers una exclusión parecida a la que Edwuard Rochester hace con su libertina esposa Bertha Manson. La educación a la que ha de someterse Jane para entrar en los privilegios familiares no puede dar cuenta de la poderosa intimidad que es suya de por sí.
    Toda la novela es la constante "ocurrencia de mejores cosas que decir". No tiene por qué callar. Por mucho que en toda la naturaleza, familia, sociedad, moral... no haya nada capaz de escuchar, entender, conocer esa verdad íntima.
    Renunciar a su vitalidad, su pasión, sus deseos sería renunciar a ella misma. Renunciar a sus principios, a su educación a su moral, sería renunciar a ella misma. Y no es la moral ni su pasión algo impuesto ni obediente, no es algo aprendido. Lo que ella siente es suyo, lo que ella piensa es suyo.
  • -La entrega. Ironía: las últimas palabras de la novela serán para John Rivers, el párroco moralista al que no quiere pertenecer como mujer. No quiere permanecer siempre a su lado pero está dispuesta a seguirle por valles y montañas, en presencia y en ausencia hasta el final de la novela. Como el camino que detesta pero insiste en recorrer. Como las fatigosas tareas que tanto lamenta pero que no consentiría en dejar de realizar. La entrega es absoluta. No es moralizada, no es reprimida por lógica, discurso o causa. Nunca hay sometimiento alguno. Allí donde deposita su entrega es total: pasión, tristeza, alegría, duda, miedo, amor.

Y contemplé sus hermosas y armónicas facciones, imponentes en su severidad, sus cejas imperativas, sus ojos brillantes y profundos, sin dulzura alguna, su alta y majestuosa figura, y me imaginé siendo su mujer. ¡No, nunca lo sería! Podía ser su ayudante, su camarada, cruzar el océano a su lado, seguirle a los países que baña el sol de Oriente, a los desiertos asiáticos, admirar y emular su valor, su devoción y su energía, considerarle como cristiano, no como hombre, sufrir el dominio de su personalidad, pero conservando libres mi corazón y mi cerebro, reservando en los rincones de mi alma un lugar sólo mío, al que nunca él tuviera acceso y cuyos sentimientos no pudiera reprimir bajo su austeridad. Pero ser su mujer, permanecer siempre a su lado, vivir siempre sometida, constreñida, esforzándome en apagar la llama que me devoraba, me sería insoportable.


Charlotte Brontë: Jane Eyre (1947), Capítulo XXXIV



.

No hay comentarios:

Publicar un comentario