lunes, 20 de agosto de 2012

El deseo: FRANKENSTEIN de Mary Shelley

¿Quién puede concebir los horrores de mi trabajo secreto, hurgando en la húmeda oscuridad de las tumbas o torturando a algún animal vivo para intentar dar vida al barro inerte? Ahora me tiemblan las piernas con sólo recordarlo; entonces me espoleaba un deseo irresistible y casi frenético. Parecía haber perdido el sentimiento y sentido de todo, salvo de mi objetivo final. No fue más que un período de tránsito, que incluso agudizó mi sensibilidad cuando, al dejar de operar el estímulo innatural, hube vuelto a mis antiguas costumbres. Recogía huesos de los osarios, y violaba, con dedos sacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza humana. Había instalado mi taller de inmunda
creación en un cuarto solitario, o mejor dicho, en una celda, en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una galería y un tramo de escaleras. Los ojos casi se me salían de las órbitas de tanto observar los detalles de mi labor. La mayor, parte de los materiales me los proporcionaban la sala de disección, y el matadero. A menudo me sentía asqueado con mi trabajo; pero, impelido por una incitación que aumentaba constantemente, iba ultimando mi tarea.

Mary W. Shelley: Frankenstein o el moderno Prometeo;
Capítulo IV

El deseo, esa fuerza irrefrenable, esa estructura rota de la realidad, se mueve al margen de cualquier arbitrariedad cultural, moral, social, educacional... Tal vez esas coordenadas aparentes leyes nos sirvan para reconocierlo, describirlo, comentarlo; pero el deseo queda al margen de la tópica cultural, al margen de la sociedad y sus normas.
Y no es digamos, lo mismo que la naturaleza, que tiene sus leyes también, se rompe y crea, alimenta y tortura según su propio funcionamiento. Porque la naturaleza tiene un camino determinado, y podríamos imaginar predecible, estudiable, comprensible. El deseo, en cambio, también parece quedar al margen de la naturaleza. Aquí nuestro doctor se desvía de las leyes de la vida y la muerte. Y nuestra escritora tal vez pasara esas mismas noches obsesionada con su personaje, su creación, su fantasma, lejos de la necesidad natural, o el buen gusto moral.
Lo mínimo de nuestro deseo, se aferra a los objetos aprendidos y juzga lo nuevo o lo presente en función de esa estructura mínima de deseo. Así las resistencias, los prejuicios, las sanciones de todo lo que nos dicen "has hecho mal, esto no está bien, debería ser así". El deber como estado mínimo de deseo.
Porque con un poco de deseo más, el deseo obliga más que el deber. Y es así que se descubren nuevos mundos. Y no porque ese fuera el objeto del deseo. Porque difícil es saber realmente qué objeto hay detrás de esa fuerza, si es que hay objeto alguno, detrás alguno, espacio, cantidad.
Pero quién conoce a persona si quiera que no haya torturado así su pensamiento, no se haya sumergido en las profundas catacumbas de sí mismo y el otro, respirando en el ahogo de ese mal de amor. Lejos del mundo, lejos del cuerpo, lejos del pensamiento; porque el deseo se instala  "en una celda, en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una galería y un tramo de escaleras".


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