domingo, 16 de enero de 2011

Molière: EL AVARO

VALERIO. Ya veis cómo me las compongo y las hábiles complacencias que he debido emplear para introducirme en su servidumbre; bajo qué máscara de simpatía y de sentimientos adecuados me disfrazo para agradarle, y qué personaje represento a diario con él a fin de lograr su afecto. Hago en ello progresos admirables, y veo que, para conquistar a los hombres, no hay mejor camino que adornarse, a sus ojos, con sus inclinaciones, convenir en sus máximas, ensalzar sus defectos y aplaudir cuanto hacen. Por mucho que se exagere la complacencia y por visible que sea la manera de engañarlos, los más ladinos son grandes incautos ante el halago, y no hay nada tan impertinente y tan ridículo que no se haga tragar cuando se lo sazona con alabanzas. La sinceridad padece un poco con el oficio que realizo; mas cuando necesita uno a los hombres, hay que adaptarse a ellos, y ya que no puede conquistárselos más que por ese medio, no es culpa de los que adulan, sino de los que quieren ser adulados.
Molière: El avaro, acto I (1668)

El avaro, comedia tomada de la Aulularia de Plauto, parece una derivación también de la fábula de "La zorra y el cuervo" (ya es la segunda vez que nos sale; ¿tendrá esta fábula algo que ver con la literatura en general?). Aquí, Harpagón sería el cuervo, Valerio es la zorra zalamera y el queso sería Elisa, la hija del viejo gruñón, o bien “la caja”, que hábilmente se confunden al final). La caja, ese tesoro que el avaro no quiere soltar, puede representar muchas cosas, y no puede dejar de recordarnos el juego de los tres cofres de El mercader de Venecia (otro gran avaro del teatro). Cualquier legado que el padre ha de dar a sus hijos, como testigo, para que ellos sigan con la gran tarea de la humanidad.
Pero, curiosamente, en esta obra no es el avaro el que es juzgado, sino el adulador, el hipócrita, el enamorado. ¿Qué sucede cuando no se puede alagar a todos? ¿Qué sucede cuando el objeto de tu alago va en contra de tus propios intereses? ¿Cómo gestionar entonces esos generosos elogios tan alejados de la verdad? Valerio se mete en un buen lío, y sólo podrá salir de él contando su propia historia: inverosímil pero verdadera, dentro de la ficción dramática (bonito juego, ¿verdad?).
Nosotros somos avaros de nuestra verdad, nos la escondemos y nos la robamos a nosotros mismos. Como dice Harpagón:


¡Eh! ¿Qué decís? No hay nadie. Es preciso que quienquiera que sea el que ha dado el golpe haya acechado el momento con mucho cuidado, y han escogido precisamente el rato en que hablaba yo con el traidor de mi hijo. Salgamos. Voy en busca de la Justicia, y haré que den tormento a todos los de mi casa: a sirvientas, a criados, al hijo, a la hija y también a mí. [...] Por favor, si saben noticias de mi ladrón, suplico que me las digan. ¿No está escondido entre vosotros? Todos me miran y se echan a reír. Ya veréis cómo han tomado parte, sin duda, en el robo de que he sido víctima. ¡Vamos, de prisa, comisarios, alguaciles, prebostes, jueces, tormentos, horcas y verdugos! Quiero hacer colgar a todo el mundo, y si no encuentro mi dinero, me ahorcaré yo mismo después.
Final del acto IV

Somos tan avaros que nos cuesta siquiera imaginar un mundo apenas diferente al nuestro. Mi punto de vista, el único verdadero, y todos los que miran desde otro lugar (¿todos, no?), son enemigos, que quieren destruir mi mundo, el único verdadero. El adulador, nuestro cerebro, que sabe eso, nos seduce, nos engatusa, nos dice de lo valioso de nuestro tesoro. Pero, como hemos dicho que deja ver esta obra, en el fondo sabes que tu historia, tu verdadera historia, es del todo inverosímil, no la creería nadie.
En ese sentido, la figura del diablo, como personaje tradicional de las fábulas, parece más honesta: alagando a todos introduce el mal, la tentación en todos, que es, a fin de cuentas, su esencia; pero, consigue unir a la humanidad, al ponerlos a todos de acuerdo contra él.
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