domingo, 12 de septiembre de 2010

Joseph Conrad: Impresionismo

I
La Nellie, una pequeña yola de crucero, se inclinó hacia su ancla, sin el menor aleteo de las velas, y quedó inmóvil. La marea había subido, el viento estaba casi en calma y, puesto que se dirigía río abajo, lo único que la embarcación podía hacer era echar el ancla y esperar a que bajara la marea.
Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas; 1902.

Este es el comienzo de una de los relatos que más devoción ha suscitado en el siglo anterior. La prueba más contundente de la grandeza de un libro es que rezuma pensamiento desde las priméras líneas. Veámoslo.
En este parrafito, Conrad nos sitúa ante un tópico literario: el barco varado. Fue un tópico muy frecuente en la poesía barroca española, como símbolo de la vanidad de la vida. En cierto modo, es un tópico relacionado con el del naufragio. La diferencia es que, mientras que el naufragio consiste en un nuevo y raro comienzo, el barco varado apunta a un estado final, a un paréntesis cargado de impotencia, un impasse.
La posibilidad de movimiento ha desaparecido. Si seguimos con la lente de la tradición hispánica, siendo los ríos las vidas que van a dar a la mar que es el morir, aquí vemos cómo es la mar, la muerte, la que invade el espacio del río al subir la marea. No hay nada que hacer, sino esperar. Este sentimiento nos lleva muy cerca del hastío, o del spleen baudelairiano.
Así, tomándolo como metáfora del propio individuo (igual que podríamos hacer con el náufrago), el navegante del barco varado (Marlow, Conrad, y lector mismo) ve paralizado todo el paisaje. El estatismo ha borrado todo por conocido (como haría nuestro cerebro si se paralizaran completamente los ojos). No llega información nueva. El sujeto se ve abocado a contemplar su propio devenir interior. Así surge el relato de Marlow: el viaje que nos va a contar es el "descenso a los infiernos" de su propio ser.
El mundo ha desaparecido. El paisaje del yo ha desaparecido. Así se libera el sujeto para realizar el viaje hacia la primera verdad y la última mentira de su ser.
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La desembocadura del Támesis se extendía ante nosotros como el principio de un interminable canal. En la lejanía, el mar y el cielo se soldaban sin juntura, y en el espacio luminoso las curtidas velas de las gabarras empujadas por la corriente parecían inmóviles racimos rojos de lona, de afilada punta, con reflejos de barniz. Una neblina descansaba sobre las tierras bajas que se adelantaban en el mar hasta desaparecer. El aire sobre Gravesend era oscuro, y un poco más alla parecía condensarse una lúgubre penumbra que se cernía inmóvil sobre la ciudad mayor y más grande de la tierra.
Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas; 1902.
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