paredes que la guardan,
oí la esquila que al mediar la noche
a los maitines llama!
¡Cuántas veces trazo mi silueta
la luna plateada,
junto a la del ciprés que de su huerto
se asoma por las tapias!
Cuando en sombras la iglesia se envolvía,
de su ojiva calada,
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
vi el fulgor de la lámpara!
Aunque el viento en los ángulos oscuros
de la torre silbara,
del coro entre las voces percibía
su voz vibrante y clara.
En las noches de invierno, si un medroso
por la desierta plaza
se atrevía a cruzar, al divisarme,
el paso aceleraba.
Y no faltó una vieja que en el torno
dijese a la mañana
que de algún sacristán muerto en pecado
era yo el alma.
A oscuras conocía los rincones
del atrio y la portada;
de mis pies las ortigas que allí crecen
las huellas tal vez guardan.
Los búhos, que espantados me seguían
con sus ojos de llamas,
llegaron a mirarme con el tiempo
como a un buen camarada.
A mi lado sin miedo los reptiles
se movían a rastras;
¡hasta los mudos santos de granito
creo que me saludaban!
Gustavo Adolfo Bécquer: Rima LXX
(poema 59 en el Libro de los gorriones)
Dice Bécquer en una de las Cartas literarias a una mujer: “¡El orden! ¡Lo detesto, y sin embargo es tan preciso para todo...!” Es una expresión perfecta de esa relación paradójica que tiene Bécquer con la retórica. Por un lado reivindica una poesía seca, dormida; pero por otro despliega esos fabulosos castillos formales que son las rimas.
Muy conocido es el estudio de Carlos Bousoño “Los conjuntos paralelísticos en Bécquer”, de su libro Seis calas en la expresión literaria española. Pone sin duda el dedo en la llaga. Las repeticiones, estribillos y estrofas paralelísticas son lo que más acerca la poesía de Bécquer a las estructuras musicales (la música no está tanto en el sonido, como en el ritmo, ya sea armónico, melódico o estructural).
Tomamos este estudio como punto de partida inevitable. Pero para explicar (claro que no exhaustiva y resolutivamente) la complejidad de la retórica becqueriana tomaremos como muestra la rima LXX (59), que curiosamente no está en la lista de Bousoño de rimas con procedimiento paralelístico. En efecto, no se advierten los paralelismos formales o conceptuales de los que habla Bousoño, pero no deja de haber, como veremos, un fuerte sistema de paralelismos estructurales.
El poema está compuesto por tres partes de tres estrofas cada una. En la primera parte se trata la relación con el paisaje, como una introducción al espacio y al tiempo de lo que el poema nos muestra, así como una introducción al sistema estructural del propio discurso. La segunda parte nos ofrece la relación del poeta (protagonista) con los elementos humanos del paisaje. La tercera parte, como contraste, nos ofrece la relación con los elementos no humanos. Podemos decir que en la primera parte nos propone ver cómo el poeta percibe (y se percibe), y en las otras dos partes cómo el poeta es percibido.
Cada parte se ve acotada al principio y al final por las referencias al elemento preponderante del paisaje: la iglesia. Así, en la primera estrofa aparece la campana de “maitines” y en la tercera explícitamente la “iglesia”, en la cuarta el “coro” de la misa y en la sexta el “sacristán muerto”, en la séptima vemos el “atrio” y la “portada” y en la última los “santos de granito”.
Además, las estrofas tercera y sexta sirven de transición entre parte y parte, igual que la última busca la cadencia final hacia el silencio. La luz de la lámpara de la tercera estrofa conecta el paisaje de la primera parte con los elementos humanos de la segunda. En la estrofa sexta, la alusión al sacristán muerto nos prepara para el ambiente misterioso de la tercera parte.
Además de estos soportes estructurales, veremos que las tres partes se corresponden entre sí en lo que se refiere a su construcción interna. En la primera parte el ritmo está marcado por el “¡Cuantas veces...”, que en la tercera estrofa se retrasa para cerrar la parte. Este esquema rítmico quedará bajo la memoria del lector, facilitando la percepción de las otras partes (en las que ya no será necesario). Pero lo más destacable es el movimiento gradativo entre estrofa. En la primera parte observamos un movimiento de acercamiento, desde el exterior al interior de la iglesia: “paredes que la guardan”, “ciprés de su huerto”, “temblar sobre los vidrios”; así hasta llegar al coro, que es lo más interior. Al mismo tiempo, también hay una gradación en el valor personificado que se le da al paisaje, creciendo de estrofa en estrofa: la esquila que llama, la luna que traza, la iglesia que se emboza; hasta llegar al coro que es la máxima personificación.
En la segunda parte encontramos también un proceso de gradación entre estrofas, esta vez en cuanto a la comprensión por parte de los personajes humanos de la aparición del poeta rondando la iglesia de noche. En primer lugar tenemos la indiferencia del coro, luego el temor del medroso y finalmente esa recreación de la vieja, como grado máximo de incomprensión. Esto está provocado por diferentes grados de percepción en los personajes con respecto al personaje del noctámbulo: ninguna por parte del coro, parcial por parte del medroso, y de la vieja que completa su percepción con un discurso totalmente ajeno a la realidad. Todo esto se corresponde con los datos que el poeta nos proporciona sobre su propia percepción de estos personajes: el coro como un personaje general e indefinido, el medroso como un personaje concreto indefinido, y la vieja como personaje concreto y definido. Definición que sucede por otra gradación en el contexto, alejándose paulatinamente de la iglesia: el coro que está dentro de la iglesia, el medroso que está en la plaza por la noche, y la vieja en el torno por la mañana.
También se da un proceso gradativo en la tercera parte, esta vez aumentando cada vez más la comprensión del personaje noctámbulo por parte de los elementos no humanos, y también en la voluntariedad de tales elementos: el poeta conoce a oscuras el atrio y la portada (sin más intervención de los objetos que su cotidianidad), las ortigas guardan las huellas (acción sin voluntad), los búhos lo contemplan amigablemente, los reptiles lo acompañan, las estatuas lo saludan. Al mismo tiempo, desde el “A oscuras” se abandona cualquier referencia al carácter del paisaje circundante: sólo aparecen sus habitantes; la identificación es total. En ese sentido, podemos observar también una gradación en todo el poema, que va desde el contexto a los personajes.
Las conclusiones que podemos sacar de esta rima nos resultan iluminadoras para comprender las demás. En primer lugar, el poeta no encuentra identificación entre lo “humano”, entre la comunicación personal, sino en la recreación, en la observación, en la “coexistencia”. El poeta se identifica con el paisaje (los objetos del paisaje), no con sus pobladores humanos; por eso la comunicación se establece a partir de los objetos y con los objetos mismos, no con las personas. Como en los juegos formales de las rimas, la clave de la comunicación está en una existencia semejante, gracias a los paralelismos, en una compañía rítmica. Entre el poeta y esos seres que lo acogen no hay comunicación sino telepatía, que surge de la costumbre, y que no se da entre los que confían en unos códigos verbales, que en el caso de la vieja desplazan la realidad por derroteros irreales.
Resulta curioso el problema textual que se plantea en el último verso. En el Libro de los gorriones aparece: “creo que me saludaban”. En la edición princeps se lee: “vi que me saludaban”. Ambos casos podrían ser válidos para Bécquer. El “vi” dejaría la situación en el plano de las Leyendas, con ese misterio, pero, sobre todo, la capacidad del poeta para acceder a una ultrarrealidad, a la alucinación; además resulta más eufónico. Pero el “creo” bebe de ese gusto por la indeterminación de Bécquer, por esa inseguridad. La realidad puede ser o no, y conectaría con ese “acaso” de la vieja, que lo llevaría a ser verdaderamente el alma de ese sacristán muerto.
También resulta interesante la interpretación del “la” del segundo verso. Para Russell P. Sebold ese pronombre se refiere a la amada, siguiendo el modelo de las Noches lúgubres de Cadalso. Sin embargo todo apunta en el poema a que se refiere a la misma iglesia. Cierto es que no sabemos por qué ronda la iglesia, como tampoco lo saben los personajes que se encuentran con él. Forma parte del misterio. En cualquier caso, la iglesia no deja de cumplir la misma función que la mujer en otras rimas de Bécquer. La iglesia está ahí y el poeta la ronda como un satélite, sin saber muy bien por qué ni poder escaparse de su hechizo. Estamos ya en ese momento místico y trágico en que el poeta se siente atado al beso de la amada; un beso fatal (en el inconsciente colectivo sabemos que ese beso tan trascendente es el beso de la muerte).
Otro elemento a destacar es que, como hemos dicho, a pesar de no mostrar paralelismos formales ni conceptuales, el juego de correspondencias constructivas es evidente, buscando esa coexistencia de los elementos. Estas correspondencias (que no correlaciones) sólo refuerzan directamente el sentido del ritmo, que indirectamente pone en conexión los valores semánticos puestos en contraste. Y sin embargo, lo narrativo predomina sobre lo formal, los juegos estructurales se perciben en un segundo plano de la lectura. Es decir, a pesar de las florituras rítmicas, predomina una construcción melódica, no contrapuntística, igual que sucede con las frases del piano romántico, especialmente Chopin.
Curiosamente, la subordinación de los juegos formales no se da por una mayor abundancia de figuras semánticas de primer orden. Lo más cercano a una metáfora es esa personificación de la iglesia que se emboza. Lo que sí destaca es la definición de los objetos casi por pinceladas impresionistas. Suele suceder en las rimas de Bécquer que los objetos estén inmersos en un cronotopo, aunque sea una definición muy parcial y concreta (“del salón en el ángulo oscuro”). Los objetos son descaradamente fotografiados, atrapados en su pequeño contexto inevitable.
Muy conocido es el estudio de Carlos Bousoño “Los conjuntos paralelísticos en Bécquer”, de su libro Seis calas en la expresión literaria española. Pone sin duda el dedo en la llaga. Las repeticiones, estribillos y estrofas paralelísticas son lo que más acerca la poesía de Bécquer a las estructuras musicales (la música no está tanto en el sonido, como en el ritmo, ya sea armónico, melódico o estructural).
Tomamos este estudio como punto de partida inevitable. Pero para explicar (claro que no exhaustiva y resolutivamente) la complejidad de la retórica becqueriana tomaremos como muestra la rima LXX (59), que curiosamente no está en la lista de Bousoño de rimas con procedimiento paralelístico. En efecto, no se advierten los paralelismos formales o conceptuales de los que habla Bousoño, pero no deja de haber, como veremos, un fuerte sistema de paralelismos estructurales.
El poema está compuesto por tres partes de tres estrofas cada una. En la primera parte se trata la relación con el paisaje, como una introducción al espacio y al tiempo de lo que el poema nos muestra, así como una introducción al sistema estructural del propio discurso. La segunda parte nos ofrece la relación del poeta (protagonista) con los elementos humanos del paisaje. La tercera parte, como contraste, nos ofrece la relación con los elementos no humanos. Podemos decir que en la primera parte nos propone ver cómo el poeta percibe (y se percibe), y en las otras dos partes cómo el poeta es percibido.
Cada parte se ve acotada al principio y al final por las referencias al elemento preponderante del paisaje: la iglesia. Así, en la primera estrofa aparece la campana de “maitines” y en la tercera explícitamente la “iglesia”, en la cuarta el “coro” de la misa y en la sexta el “sacristán muerto”, en la séptima vemos el “atrio” y la “portada” y en la última los “santos de granito”.
Además, las estrofas tercera y sexta sirven de transición entre parte y parte, igual que la última busca la cadencia final hacia el silencio. La luz de la lámpara de la tercera estrofa conecta el paisaje de la primera parte con los elementos humanos de la segunda. En la estrofa sexta, la alusión al sacristán muerto nos prepara para el ambiente misterioso de la tercera parte.
Además de estos soportes estructurales, veremos que las tres partes se corresponden entre sí en lo que se refiere a su construcción interna. En la primera parte el ritmo está marcado por el “¡Cuantas veces...”, que en la tercera estrofa se retrasa para cerrar la parte. Este esquema rítmico quedará bajo la memoria del lector, facilitando la percepción de las otras partes (en las que ya no será necesario). Pero lo más destacable es el movimiento gradativo entre estrofa. En la primera parte observamos un movimiento de acercamiento, desde el exterior al interior de la iglesia: “paredes que la guardan”, “ciprés de su huerto”, “temblar sobre los vidrios”; así hasta llegar al coro, que es lo más interior. Al mismo tiempo, también hay una gradación en el valor personificado que se le da al paisaje, creciendo de estrofa en estrofa: la esquila que llama, la luna que traza, la iglesia que se emboza; hasta llegar al coro que es la máxima personificación.
En la segunda parte encontramos también un proceso de gradación entre estrofas, esta vez en cuanto a la comprensión por parte de los personajes humanos de la aparición del poeta rondando la iglesia de noche. En primer lugar tenemos la indiferencia del coro, luego el temor del medroso y finalmente esa recreación de la vieja, como grado máximo de incomprensión. Esto está provocado por diferentes grados de percepción en los personajes con respecto al personaje del noctámbulo: ninguna por parte del coro, parcial por parte del medroso, y de la vieja que completa su percepción con un discurso totalmente ajeno a la realidad. Todo esto se corresponde con los datos que el poeta nos proporciona sobre su propia percepción de estos personajes: el coro como un personaje general e indefinido, el medroso como un personaje concreto indefinido, y la vieja como personaje concreto y definido. Definición que sucede por otra gradación en el contexto, alejándose paulatinamente de la iglesia: el coro que está dentro de la iglesia, el medroso que está en la plaza por la noche, y la vieja en el torno por la mañana.
También se da un proceso gradativo en la tercera parte, esta vez aumentando cada vez más la comprensión del personaje noctámbulo por parte de los elementos no humanos, y también en la voluntariedad de tales elementos: el poeta conoce a oscuras el atrio y la portada (sin más intervención de los objetos que su cotidianidad), las ortigas guardan las huellas (acción sin voluntad), los búhos lo contemplan amigablemente, los reptiles lo acompañan, las estatuas lo saludan. Al mismo tiempo, desde el “A oscuras” se abandona cualquier referencia al carácter del paisaje circundante: sólo aparecen sus habitantes; la identificación es total. En ese sentido, podemos observar también una gradación en todo el poema, que va desde el contexto a los personajes.
Las conclusiones que podemos sacar de esta rima nos resultan iluminadoras para comprender las demás. En primer lugar, el poeta no encuentra identificación entre lo “humano”, entre la comunicación personal, sino en la recreación, en la observación, en la “coexistencia”. El poeta se identifica con el paisaje (los objetos del paisaje), no con sus pobladores humanos; por eso la comunicación se establece a partir de los objetos y con los objetos mismos, no con las personas. Como en los juegos formales de las rimas, la clave de la comunicación está en una existencia semejante, gracias a los paralelismos, en una compañía rítmica. Entre el poeta y esos seres que lo acogen no hay comunicación sino telepatía, que surge de la costumbre, y que no se da entre los que confían en unos códigos verbales, que en el caso de la vieja desplazan la realidad por derroteros irreales.
Resulta curioso el problema textual que se plantea en el último verso. En el Libro de los gorriones aparece: “creo que me saludaban”. En la edición princeps se lee: “vi que me saludaban”. Ambos casos podrían ser válidos para Bécquer. El “vi” dejaría la situación en el plano de las Leyendas, con ese misterio, pero, sobre todo, la capacidad del poeta para acceder a una ultrarrealidad, a la alucinación; además resulta más eufónico. Pero el “creo” bebe de ese gusto por la indeterminación de Bécquer, por esa inseguridad. La realidad puede ser o no, y conectaría con ese “acaso” de la vieja, que lo llevaría a ser verdaderamente el alma de ese sacristán muerto.
También resulta interesante la interpretación del “la” del segundo verso. Para Russell P. Sebold ese pronombre se refiere a la amada, siguiendo el modelo de las Noches lúgubres de Cadalso. Sin embargo todo apunta en el poema a que se refiere a la misma iglesia. Cierto es que no sabemos por qué ronda la iglesia, como tampoco lo saben los personajes que se encuentran con él. Forma parte del misterio. En cualquier caso, la iglesia no deja de cumplir la misma función que la mujer en otras rimas de Bécquer. La iglesia está ahí y el poeta la ronda como un satélite, sin saber muy bien por qué ni poder escaparse de su hechizo. Estamos ya en ese momento místico y trágico en que el poeta se siente atado al beso de la amada; un beso fatal (en el inconsciente colectivo sabemos que ese beso tan trascendente es el beso de la muerte).
Otro elemento a destacar es que, como hemos dicho, a pesar de no mostrar paralelismos formales ni conceptuales, el juego de correspondencias constructivas es evidente, buscando esa coexistencia de los elementos. Estas correspondencias (que no correlaciones) sólo refuerzan directamente el sentido del ritmo, que indirectamente pone en conexión los valores semánticos puestos en contraste. Y sin embargo, lo narrativo predomina sobre lo formal, los juegos estructurales se perciben en un segundo plano de la lectura. Es decir, a pesar de las florituras rítmicas, predomina una construcción melódica, no contrapuntística, igual que sucede con las frases del piano romántico, especialmente Chopin.
Curiosamente, la subordinación de los juegos formales no se da por una mayor abundancia de figuras semánticas de primer orden. Lo más cercano a una metáfora es esa personificación de la iglesia que se emboza. Lo que sí destaca es la definición de los objetos casi por pinceladas impresionistas. Suele suceder en las rimas de Bécquer que los objetos estén inmersos en un cronotopo, aunque sea una definición muy parcial y concreta (“del salón en el ángulo oscuro”). Los objetos son descaradamente fotografiados, atrapados en su pequeño contexto inevitable.
(Junio, 2001)
Dígase hoy que este es el relato de una obsesión.